Por CRISTIÁN TROUVÉ
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Tiene todas las características de una vivienda estándar: un matrimonio, un chico, un perro, una planta y un auto parado en la entrada. Sin embargo, esta casa no es como las demás. Su mayor particularidad es que tiene ruedas, y que desde hace más de un año está estacionada en el kilómetro 56 de la Panamericana, frente a la Shell de Loma Verde.
Cualquiera supondría que Mariel y Osvaldo son amantes de la libertad, y que decidieron ese estilo de vida para vivir sin ataduras. Pero no, nada que ver. “Mi marido trabaja las 24 horas. Lo llaman a toda hora y tiene que irse hasta San Nicolás o al puerto de Buenos Aires a inspeccionar camiones de la empresa de transportes brasileña para la que trabaja. Este es un punto intermedio, por eso decidimos quedarnos acá”, explica la mujer a DIA 32.
Día a día en la motorhome
Apurados por trabajo llegaron a Loma Verde y la urgencia los obligó a hospedarse en esa boyita que flota sobre la tierra. La solución habitacional sería provisoria, pero se fue estirando de un mes a otro. Y como la necesidad tiene cara de hereje, esta familia la pelea desde donde puede.
El hombre hace el grueso de las inspecciones a los camiones en el playón de la emblemática Shell de la familia Mándola. Lejos del hippismo, de las road movies y de las fantasías que imaginamos quienes no vivimos en una motorhome, vivir en una de ellas tiene sus encantos, y su anecdotario particular.
Algo tan elemental como ducharse, para Mariel y Osvaldo no es tan sencillo como abrir la canilla y meterse debajo del agua. Para bañarse deben cruzar la Colectora, poner dos pesos en las máquinas de las duchas que hay para los camioneros que están de paso y entonces sí, poder asearse.
Cuando se cansan de no poder sintonizar ningún canal con la elemental antena de los de aire, se acercan hasta el drugstore de la estación de servicio y asunto resuelto.
Acorde a las necesidades
Se mudaron a media cuadra, al reparo del sol y del viento. También tuvieron que correrse más lejos para dejar lugar a un camión con acoplado. En una casa rodante se viven situaciones cotidianas que parecen delirantes.
“Un día llegué a casa, me senté a tomar algo y de pronto sentí que todo se venía abajo: ¡se había pinchado un neumático!”, comenta Mariel. Y agrega otra anécdota: “Una vez llovió tan fuerte que me quedaron zumbando los oídos”.
Dice la mujer que las veces que cayeron piedras pensaron que se iba a agujerear, pero por suerte la fibra de vidrio resistió incólume.
El estrés traumático de una mudanza no es tal cosa en una casa rodante. Sin fletes, ni embalajes, ni familiares que colaboren, basta enganchar la bolita, colocar las cadenas de seguridad al Gol blanco y buscar un nuevo punto en el GPS, cantando “A rodar la vida”.
Las cosas que más les molestan son el espacio reducido, el calor del verano y el perturbador y continuo ruido de los motores de la ruta, pero ellos aseguran que todo lo compensa la solidaridad de los vecinos. “Cuando nos vamos con el auto, la casa queda cuidada por ellos y por los transportistas, que siempre están dispuestos a dar una mano”, cuenta el hombre de familia.
Sin embargo, a esta singular vivienda le falta algo: en la escalerita que da a la puerta debería tener una alfombra con la leyenda “Hogar, extraño hogar”.