Identificado con las expresiones artísticas populares y convencido de seguir un camino relacionado con la música, el humor y el contacto con la gente, Andy Gil (38) lleva casi 20 años abrazando al circo, un amor que empezó en la adolescencia y que desde entonces lo acompaña y estimula.
Comenzó en una banda con amigos, tocando el bajo. Sus primeras presentaciones fueron en Plaza Francia y él era el elegido para pasar la gorra, hablar con el público y deslizar algún chiste. En paralelo, frecuentaban el under porteño, un ambiente donde se sentía cómodo y representado. En el Centro Cultural Spilimbergo, de Saavedra, a unas cuadras de donde vivía en ese entonces, entró en contacto con muchas personas queridas, con el espíritu circense y se inició incursionando en el malabarismo.
Si tiene que definirse, no vacila: “Me considero un payaso callejero. Laburé mucho más en la calle que en escenarios”. Y agrega: “Siempre tuve la certeza de que no encajaba en los lugares en los que me querían encajar. Me gusta divertirme. Mis primeros shows fueron en una plaza o en un semáforo. Después empecé a estudiar, a dedicarme en serio, tomé talleres de teatro, clown y acrobacia”, comenta.
Ingeniero Maschwitz, donde vive con su familia hace seis años, lo recibió con los brazos abiertos, incluso antes de que sea vecino. “Todavía no me había mudado y ya había sido parte de una varieté en el Centro Cultural El Bondi. Eso me generó más ganas de venirme, porque sentí que estaba yendo a vivir a un lugar que nucleaba toda esa locura hermosa que yo venía armando”, le cuenta a DIA 32.
Si bien trabaja en ámbitos privados, resalta que el desafío es mayor en la vía pública. “Lo que te da la calle es la habilidad de hacer un show realmente ATP. Esto implica seducir y hacer reír al niño y también a los padres, para lograr que se queden. Yo me caracterizo por no decir ni una mala palabra en mi show, pero igualmente los grandes se ríen por la ironía, o por algún chiste doble sentido referido a la actualidad. Hay mucho de técnica de improvisación, se trabaja con lo que te da el público; y cuánta más gente hay, más divertida es la función. Dependo mucho de la interacción, uno que se ría fuerte o una tía loca siempre suman”, acota, simpáticamente.
Andy elige un perfil más actual, un tanto alejado del payaso clásico, y no usa la típica nariz. Con una buena camisa y algo de maquillaje ya está listo. Asegura que su clave es ir a lo simple: “Tal vez te pasás años entrenando un truco y no causa tanto efecto como una pavada con la que se matan de risa. Algo que te tomó años de entrenamiento, que la gente no sabe lo que te costó lograrlo, pasa de largo. Lo bueno en mi laburo es que nunca te vas a arrutinar”.
Otro de los encantos de su profesión es la reunión, el sentido de pertenencia, la posibilidad de compartir con otros que andan en la misma. “Nos juntamos con amigos y nos pasamos trucos. Así aprendí a saltar la soga en monociclo, por ejemplo. Soy de una generación previa a YouTube, entonces la información la adquirí de mis compañeros, convenciones o encuentros de circo, una movida muy grande de comunidad y generosidad. Otra clave es el entrenamiento y es fundamental para cualquier rutina: sea malabares, monociclo, equilibro, acrobacia, tela, trapecio… tomar clases y ser constante”, explica.
Además, apunta que son necesarios la disciplina y el buen estado físico: “El cuerpo tiene que estar fuerte. Hace 10 años que entreno la vertical y que hago equilibrio en cable. La única facilidad que tengo es hablar, lo hago naturalmente, todo lo demás es laburo”.
Encantado desde los inicios con la propuesta de El Bondi y orgulloso de ser parte de esta comunidad, Andy participa de la ya célebre “Varieté bajo las estrellas”, que se hace todos los segundos sábados de cada mes en el centro cultural autogestivo de la calle El Dorado. Además, expresa su alegría por el lugar que eligió para vivir: “Siempre digo que Maschwitz es un oasis en el Conurbano por la movida tremenda que hay, la linda onda, la cantidad de músicos, pintores, escultores, profes de yoga”.
A su show actual, que viene cultivando desde aquellos primeros malabares en el semáforo, lo llama “Cirquetengue”. Además de ofrecerlo en plazas o centros culturales, lo lleva a colegios, cumpleaños y otros eventos privados. Adonde sea que vaya, el humor, la calidez y los colores del circo lo acompañan. “La belleza de mi trabajo es saber que lo podés hacer en cualquier parte del mundo. Es un lenguaje universal”, concluye, con una sonrisa siempre latente y los ojos brillosos de entusiasmo.