Como pasa con los colores del cuadro futbolístico familiar, la religión es algo que, prácticamente, se hereda desde que se llega al mundo. Los bautismos de bebés con días, semanas o meses de vida son de lo más común en un país como Argentina, donde el catolicismo está instituido desde su mismísima fundación, hace más de 200 años.
Aquel culto que llegó al continente a bordo de las tres carabelas de Cristóbal Colón (Santa María, la Pinta y la Niña), sigue estando arraigado en todo el país y aún mantiene su poder. Sin embargo, en los últimos años, con la llegada de nuevas generaciones, fue perdiendo peso. En los 80 llegó el divorcio, en 2010 el matrimonio igualitario y ahora el debate por la legalización del aborto. Con este contexto, el término apostasía no tardó en surgir.
“Abandonar públicamente su religión”. Así de escueta es la definición de la Real Academia Española para este fenómeno, que tuvo plena atención mientras el Congreso de la Nación trató la ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE), en el segundo semestre de 2018.
“Dado que la Iglesia Católica cuenta como católico a todo bautizado, hay ateos que sienten que es su obligación darse de baja para mantener una coherencia. También hay quien apostata por no estar de acuerdo con las doctrinas de la Iglesia, aun cuando cree en Dios. Entonces, lo hace para que su nombre no sea parte de esa institución”, explican desde el portal apostasía.com.ar.
Las polémicas acciones del culto con sede en El Vaticano permitieron que este boom de apóstatas tuviera luz verde (cualquier similitud con el color de los pañuelos, es pura coincidencia). En pleno siglo XXI, su postura en temas comunes para la mayoría de la humanidad, como el uso de métodos anticonceptivos, la homosexualidad y la educación sexual, no hace más que ahuyentar fieles.
Su defensa corporativa y encarnizada de los cientos de curas acusados de cometer abusos, así como la cantidad de dinero destinado por el Estado para mantener sus iglesias y colegios, tampoco ayudan a elevar su imagen.
Por eso, durante los actos a favor de la legalización del aborto, comenzaron a aparecer carpas donde se ofrecía la posibilidad de abandonar el catolicismo, en los papeles y de manera definitiva, bajo los eslóganes “No en mi nombre” e “Iglesia y Estado, asuntos separados”.
Los censos nacionales no contienen preguntas relacionadas al culto, por lo que no se puede saber a ciencia cierta cuántas personas profesan cada religión. Según un estudio realizado por el CONICET en 2008, el 95% de las personas encuestadas en todo el país fueron bautizados. De ese total, solo el 73% se casó por iglesia. Una clara muestra de la pérdida de fe.
Antes, para poder apostatar, había que recurrir al Código de Derecho Canónico -el Código Civil eclesiástico, por así decirlo-. Ahora, en cambio, hay decenas de sitios web donde se pueden conseguir las cartas modelo para solicitar la baja, basadas en el derecho a la libertad de conciencia y religión y en la Ley de Habeas Data.
Sin embargo, la Conferencia Episcopal aún no le da importancia al asunto y el gobierno nacional sigue aportando dinero a sus arcas: en el Presupuesto 2019 le destinará alrededor de 130 millones de pesos.
“El Estado debe ser independiente de cualquier culto religioso y no se puede tolerar que haya ciudadanos de primera porque pertenecen a una creencia determinada y otros de segunda por no tener una creencia o tener una distinta a la que se plantea como hegemónica”, señala Fernando Lozada, integrante de la Coalición Argentina por un Estado Laico.
Una máxima, casi irrefutable, sostiene que los colores no se eligen a la hora de hablar de fútbol. El tiempo está demostrando que con la religión la historia es diferente.