Por FLORENCIA ALVAREZ
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Lejos del tedio que significa aprender una materia sentado en un pupitre y frente a un pizarrón, Gregorio Janes (68) encontró la manera de hacer que sus clases de inglés sean más amenas. Un día, mientras corría por la pasarela que atraviesa la Panamericana a la altura de Ingeniero Maschwitz se le ocurrió que organizar caminatas con sus alumnos y mantener charlas en lengua británica sería una manera novedosa y atractiva de enseñar su idioma natal.
Así nació Walk n’ Talk, el servicio que ofrece a todos los que estén interesados en practicar el inglés oral mientras caminan junto a su profesor por el barrio de La Bota. “Es una idea que me mandó Dios y yo la recibí para ponerla en práctica”, dice.
Hace cuatro años que Gregorio vive en la zona. Y si bien domina bastante el castellano, él prefiere hablar en su lengua durante toda la entrevista con DIA 32. Saca un cuchillo del cajón de la cocina para graficar sus palabras, pasa el dedo por el filo y afirma: “Hablar inglés es como afilar la hoja de un cuchillo, hay que hacerlo una y otra vez, permanentemente, y cada vez sale mejor”.
De prófugo a maestro
Nacido en San Diego, California, tuvo una infancia como la de cualquier otro niño y de adolescente hacía lo que más le gustaba: surfear. Pero llegó la guerra de Vietnam y él estaba en edad de ser reclutado para ir a pelear al frente de batalla.
A los 20 años se había casado con una chica cristiana de 18 a la que amaba con locura. Pero el fantasma de la guerra destrozó el matrimonio. Y a los seis meses se separaron. Cuenta que sufrió una tristeza descomunal, tan grande que hasta llegó a tomar veneno con la intención de quitarse la vida. Dice que no sabe cómo sobrevivió. Ahí entendió que el destino quería otra cosa para él. Y decidió dejarse llevar.
Como una forma de mostrar su disconformidad ante la guerra, se escapó a Europa. Compró un pasaporte falso, le dijo adiós a su familia, hizo dedo hasta Nueva York y tomó un avión a Bélgica. Siguió camino a Francia y pasó un largo tiempo haciendo más una vida de hippie que de soldado.
Seis meses después, sus padres le dijeron que el FBI sabía dónde estaba y le pedían que vuelva. “Eso no era exactamente cierto, pero me quisieron asustar. Volví dispuesto a ir a prisión por cinco años”, asegura.
Haciendo dedo por la ruta en Texas lo levantó un grupo de cristianos que se dedicaba a predicar la Biblia. Fue su segundo despertar. “Encontré a Jesús, conocí la fe y mi vida cambió”, sostiene. Ahí tomó la decisión de que su existencia estaría dedicada a ayudar a los demás. Y durante los siguientes treinta años misionó por Latinoamérica.
Volvió a casarse y tuvo cuatro hijos. Una de sus pequeñas, Angela María, murió de leucemia a los 4 años, y a los pocos días nació un hijo nuevo: “Con mi esposa no sabíamos si la felicidad tapaba la tristeza o si la tristeza tapaba la felicidad, pero había que seguir”.
Recorrió montones de países, vivió once años en Perú, otros tantos en Chile, en Brasil, en Ecuador, en Uruguay, en Puerto Rico y hace ocho que está en Argentina. Trabajó con chicos amputados, quemados, con cáncer, sordomudos. “Tengo muchos amigos en el cielo, son mis ángeles guardianes”, dice con tristeza, porque muchos de esos chicos no lograron sobrevivir. También escribió canciones para niños.
“Enamorado de la vida”
Cuando se separó de su mujer, estando en Chile, y decidió venir a Argentina e instalarse, Gregorio tenía que encontrar una forma de ganarse la vida. Enseñar inglés fue una buena salida: sin dudas, es el idioma que funciona como nexo de comunicación universalmente.
“Amo enseñar inglés a los latinos, y a los chicos especialmente. Tengo dos alumnos bolivianos, su madre trabaja en el mercado de frutas en Escobar, ahí los conocí. Hace tres años que estudian conmigo y vienen progresando mucho”, comenta con acentuada satisfacción.
En sus clases ha tenido alumnos de todo tipo: pilotos de avión, capitanes de barcos, profesionales, viajantes, estudiantes y amas de casa. Por $150 la hora corrige la pronunciación, ayuda a obtener un mejor vocabulario, explica la gramática y deja hablar a piacere. Las charlas son sobre temas cotidianos, los hijos, los perros, las mascotas…
Dice que siempre le preguntan por qué vive en Argentina teniendo la posibilidad de estar en California, un lugar que para muchos es como el paraíso. “Yo contesto que acá viven mis hijos, porque su madre es argentina, y que por lo tanto yo también lo soy. Pero además de eso, me gusta realmente”, admite.
Gregorio siguió siendo un hombre que se dedica a hacer el bien a los demás y aferrado fuertemente a la palabra de Cristo: “Rezo por todos, por mis hijos, por mis estudiantes, por la gente que conozco en el camino. Esta vida no es un accidente, todos estamos aquí por una razón. Yo estoy enamorado de la vida”.