La delicadeza y el cuidado del patiecito delantero anticipan la calidez del ambiente. La luz de la tarde entra por las ventanas e ilumina una mesa colmada de bizcochuelos y pastafrolas de membrillo que se compartirán en las fiestas patronales del domingo siguiente; sobre la hornalla, las ollas con locro están todavía tibias y Dionisia Sequeira (86) se mueve de acá para allá, mostrando las instalaciones de un lugar que refleja el trabajo de su vida. La acompañan hijos, nietos, nueras y voluntarios, que arreglan alguna cosa, barren, ceban mate o simplemente pasan el rato.
Sobre la calle Chaco, donde termina el asfalto de Bancalari, en el barrio Itatí de Matheu, se encuentra el comedor comunitario “María y los pobres”, junto a una capilla que fue construida en 1982 por iniciativa de esta familia. Desde entonces, funciona como un espacio de reunión. Para Dionisia, es un símbolo de esfuerzo y dedicación, ya que se trata de un proyecto impulsado y llevado a cabo por ella y su marido, Federico Barrios, fallecido hace treinta años.
Siempre en contacto con la iglesia, empezó en su casa dando catecismo y ofreciendo la comida del mediodía: “Había poca gente y era un momento en el que se empezaban a hacer capillas en cada barrio. Entonces le dije a mi marido que nuestro sacerdote nos necesitaba. Nos arremangamos y empezamos con una capillita en nuestro lote. Teníamos vacas enfrente, en un terreno que nos prestaban. Un día fue a buscar al dueño y le preguntó si se lo podía vender para hacer una capilla y le dijo que sí, y ahí arrancamos a construir”, le cuenta a DIA 32.
El pico de demanda del comedor fue entre mediados y fines de los ‘80. Recuerda que llegó a tener 260 concurrentes. Hoy, pese a la difícil situación que atraviesa el país, son muchísimos menos. “Abrimos porque los chicos no tenían nada para comer y me molestó mucho el sufrimiento de las familias, necesitaba ayudar. Ahora tengo solamente 25, en parte porque la escuela cumple esta función. Entran temprano, salen a las 5 de la tarde, y comen ahí”, explica.
Con la crisis social y económica de los años 2000 y 2001, el comedor empezó a dar merienda y apoyo escolar. Ambos servicios se mantienen, mientras que los almuerzos se dan dos veces a la semana: los martes y los jueves. Quienes asisten también reciben un taller de cocina. “Buscamos que aprendan a prepararse su propia comida, para que sepan valerse por sí mismos”, apunta Dionisia.
También se dan talleres de tejido, crochet, pintura y manualidades, y en turno vespertino funciona una escuela para adultos.
Con el tiempo el lugar fue ampliando y acondicionando sus instalaciones. En esa etapa, contaron con ayuda de la Intendencia, en la época de Luis Patti, del Obispado de Zárate-Campana y de la Fundación Pérez Companc. Esta última todavía sigue colaborando. Además, reciben donaciones de los mismos vecinos, que se acercan para dar una mano, y mercadería de la Secretaría de Desarrollo Social del Municipio.
La visita de Vidal
Diversas personalidades de la política se han arrimado al comedor, generalmente en época de elecciones. Una de las visitas más recordadas es la que hizo María Eugenia Vidal, en agosto de 2014, cuando era vicejefa de gobierno porteño y ya empezaba a caminar la provincia para lanzarse a la Gobernación. Dionisia la recuerda con cariño.
“Me dio muy buena sensación, es sencillita y me gusta porque vino y comimos empanadas, anduvimos por todos lados, tomamos mate. Me gustó la Vidal, porque nadie compartió con nosotros como ella y en ese entonces no estaba todavía en política, vino de sorpresa”, afirma.
Sin embargo, de aquel encuentro quedó una deuda pendiente. “Me prometió algo que no se cumplió: tomaron medidas para hacer la guardería y después no vinieron. Pienso que tal vez tengan muchas cosas por hacer y le explico a la gente que me sirvió, porque tenemos una gran amistad”, expresa, comprensiva.
Abrimos porque los chicos no tenían nada para comer y me molestó mucho el sufrimiento de las familias, necesitaba ayudar”.
Vocación por ayudar
Con una gran energía, vitalidad y sencillez, Dionisia resalta el espíritu de su misión: “Me preocupan mucho los más chicos, porque son muy vulnerables. Por eso intento ir a todas las reuniones, estar activa, me gusta rodearme de gente. Ver cómo creció esto es muy emocionante, porque luchamos muchísimo por conseguirlo”.
En las mañanas de invierno, esta mujer generosa se levanta religiosamente a las 7, desayuna con un mate y cruza la calle para comenzar su día en la capilla y el comedor. De una u otra forma, junto a su familia que siempre la acompaña, encuentran la manera para seguir adelante. “Coso a máquina y hago almohadones para pagar el gas, también hago ropa de chicos que se vende muy bien”, cuenta.
Cuando mira hacia atrás, dice que solo puede dar las gracias: “Mis hijos son lo más grande que tengo, son trabajadores, saben cocinar. Yo les enseñé a poder preparar algo con un pedazo de zapallo, con lo que tengan. Soy muy agradecida a Dios”, finaliza, y sigue con las tareas que la convocan y la llenan de vida.