Es innegable: la espera en el semáforo se hace más amena si, en vez de mirar ansiosamente las luces para que cambien de rojo a verde para poner primera y arrancar, uno puede entretenerse con un espectáculo artístico express. Desde niños aprendices hasta avezados malabaristas que despliegan un arte de lo más complejo con unas simples pelotas, clavas, diábolos y hasta palos que exudan fuego. ¿Quién no los ha visto alguna vez? ¿Quién no se ha maravillado con las destrezas que demuestran?
Como en todo, los hay muy malos, pero también los hay muy buenos, y son estos últimos los capaces de atontar a los automovilistas. A aquellos dispuestos a observarlos y a dejarse llevar, no a quienes giran la cabeza hacia el otro costado para no comprometerse a tener que recompensarlos con dinero.
Es una práctica que lleva vigente décadas, acá nomás en Capital, en las ciudades del interior y en todas partes del mundo. Pero la novedad es que en Escobar recién empiezan a aparecer, tanto en los semáforos de la entrada a la ciudad como en los del acceso a Jumbo. Una buena oportunidad para saber un poco más de ellos.
Libertad para trabajar
Al contrario de la creencia popular, no son improvisados que solo salen en busca de una moneda. Es gente que decidió hacer del malabarismo su medio y forma de vida. Personas entrenadas, con familias, hijos, casas, responsabilidades, cuentas que pagar y proyectos por delante. Ansias de progresar, crecer en lo que hacen y provocar una sonrisa en quien los mire.
“El arte callejero te transmite un montón de cosas, a uno como artista y a la gente que lo recibe”, sostiene Matías (32), cuyo nombre artístico es Plim plim y vive en el barrio Itatí de Matheu. Hace ocho años es artista callejero y actualmente se lo puede ver en el semáforo de Colectora Oeste y Ruta 25, vestido de payaso, donde principalmente realiza rutinas de malabarismo y magia, aunque también hace equilibrio, monociclo, zancos y rolo.
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“Hay casos psicológicos que dicen que a través de la sonrisa y la alegría mucha gente se estimula y se cura. Nosotros somos proveedores de eso. A veces me doy cuenta que una persona que viene estresada del trabajo para en el semáforo con una cara larga y cuando salgo yo le cambia la expresión, eso es impagable”, afirma a DIA 32.
En el mismo semáforo trabaja Carlos (36), quien es artista callejero desde hace diez años. Aparte de hacer malabarismo con clavas y diábolos, escupe fuego y hace burbujas gigantes. Cuenta que lo suyo es una elección de vida: “En cualquier parte del mundo vas a encontrar gente que viaja y disfruta su vida alimentando la vista de otros. Tiene sus pros y sus contras, como cualquier trabajo, porque por ahí viajás y no podés disfrutar de la familia. La democracia te da la posibilidad de elegir: yo vivo de mi arte, que hasta me está dando la posibilidad de comprarme un terreno y proyectar un futuro”, testimonia.
Ambos son casados y tienen tres hijos cada uno. Se conocieron en Mar del Plata y viajaron tanto por el interior como por los países de la región. Se sienten agradecidos de tener un trabajo en el que son amos y señores: manejan sus horarios, que generalmente son de 11 a 14 y de 16 a 19, y eligen el lugar donde mostrarse.
Saben que el semáforo dura un minuto, y que en ese tiempo tienen que lucirse. Van con el objetivo de volver a casa con 300 pesos diarios, y la mayoría de las veces lo consiguen.
Pero Carlos y Matías no han estado siempre tratando de hacer sonreír a los automovilistas en los obligados semáforos. Carlos, por ejemplo, pasó por el circo, por un segmento en la televisión, por el teatro y eligió el arte callejero. “Mi aspiración es sentirme bien, tratar de ser buena gente y tener lo indispensable para subsistir”, asegura. “Piñón Fijo era un artista callejero, lo vieron y se lo llevaron a la tele, uno nunca sabe adónde puede llegar”.
Claro que también piensan que es algo que hoy pueden hacer porque son jóvenes y enérgicos. Por eso piensan en otros planes para más adelante: “No sé si a los 70 voy a hacer lo mismo. Lo que quisiera es comprarme un carrito para hacer pochoclo e irme a laburar los domingos a la plaza. La idea es encontrar ese clic, quién sos, qué querés”, dice Carlos.
Matías, en tanto, anhela “proyectar un futuro en el circo para poder crecer un poquito más como artista. Además, me encantaría y me siento preparado para trabajar con chicos en los lugares más humildes. Vos ves la alegría de sus rostros y eso te llena el alma como nada”.
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Cansados de espantarlos
En cuanto a cómo es Escobar para realizar este tipo de tarea y la respuesta que reciben de los automovilistas, los dos malabaristas aseguran que “es redituable, como todo Argentina”. Los días con más movimiento son los sábados y domingos, por la cantidad de gente que va a Temaikèn y el turismo que llega de Buenos Aires. Además, destacan que la gente suele ser muy cálida, que si bien están los que les cierran la ventanilla en la cara, la mayoría es amable y generosa.
Los que no fueron tan amables frente a la llegada de los malabaristas son los agentes de Prevención Comunitaria, que a cada rato iban a echarlos. “Caminábamos una cuadra y volvíamos al semáforo. Yo creo que no vienen más porque se cansaron de que volvamos y porque se dieron cuenta que no molestamos a nadie”, comenta Matías.
“Yo lo único que pido es que no te corran por tener las zapatillas sucias sino por hacer algo que es ilegal. Nosotros acá estamos laburando y hay mucha gente que anda por ahí robando”, agrega Carlos.
Como dicen ellos, es un espectáculo libre y gratuito. Nadie está obligado a nada, ni siquiera a mirar. Es solo un regalo para quienes estén dispuestos a permitirse un minuto de magia pura, un poco de circo en la calle.
Una práctica ancestral
El malabarismo es una tradición muy antigua. En Egipto, en los tiempos del príncipe Beni Hassan (1794 a 1781 a.c.) ya se conocían mujeres que hacían malabarismo, de hecho hay varias pinturas de egipcios haciendo malabarismo de pie. Por otra parte, el Talmud ya hacía referencia a un rabino que desarrollaba sus destrezas con ocho antorchas encendidas y también con vasos de vino, sin derramar ninguna gota.
Sin embargo, rastros del malabarismo se encuentran por el mundo entero y en numerosas culturas: la Roma antigua, China, los aztecas y la Europa de la Edad Media.
En 1930, en gran parte de Europa y Norteamérica se hizo muy popular entre las clases medias-altas el espectáculo de variedades, que sacó a los malabaristas de las calles y cárceles y los hizo trabajar en teatros y circos, tornándose muy populares.
En el siglo XX el malabarismo tiene su nueva edad de oro. En medio de las dos guerras mundiales alcanza su apogeo en un lugar mítico: el Wintergarten de Berlín, con el excepcional malabarista Enrico Rastelli, de origen italiano, que fue el primero que elevó su magistral técnica a un nivel tal que inspiró a poetas y artistas de su tiempo. Su funeral fue objeto de duelo nacional.
Recién para la década de 1980 es que aparece una nueva forma de malabarismo, más contemporánea, que reúne el baile, el mimo y el teatro.
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