Crece donde no lo hace ninguna otra planta, se defiende del peligro pero no lastima a las otras. “No se queja si el sol le quema en la espalda, ni si el viento lo arranca del acantilado o lo sepulta en la arena seca del desierto, ni si está sediento”, escribe el novelista australiano Brice Courtenay en La potencia de uno. El cactus es una especie que se adapta a casi cualquier medio.
Como en un edén matheuense, el Vivero Rauscher exhibe cientos de ellos con tamaños y formas imperdibles. Los visitantes, algunos coleccionistas o cactófilos, suelen describirlo como un mundo submarino, por los tonos verde azulados y la rareza de sus manifestaciones. Es un circuito para descubrir poco a poco, desbordante de suculentas: dentro de ellas, las cactacias.
Ubicado sobre la calle Víctor Manuel II 375, a cuatro cuadras de la ruta 25, y declarado punto de interés por la provincia de Buenos Aires en 2020, este cactario de exhibición es especialmente alucinante en primavera. Las floraciones -muchas, únicas en décadas- son motivo de festejo para sus dueños: Rodolfo Rauscher (78) y Susana Traverso (73). “Es nuestro pequeño paraíso”, coincide el matrimonio, en una entrevista con DIA 32.
Elevado sobre una piedra, un agave gigante es testigo del crecimiento sostenido del negocio, los proyectos y la familia.
Tiempos de siembra
En 1985 llegaron a un Matheu bien agreste, donde comenzaron con la producción y venta de forestales (lambertianas y eucaliptos). Rodolfo había estudiado en el Instituto Argentino de Paisajismo y su sueño era tener un vivero propio, pero sabía que había que ir de a poco. Recién en 1993 abrieron formalmente como comercio. Los cactus son una historia aparte, que nada tiene que ver con lo económico: “Me gustaron toda la vida. Son una pasión, no un trabajo”, afirma.
Cuando se instalaron en el partido de Escobar ya llevaban once años de casados. Se mudaron desde el barrio porteño de Belgrano con sus hijas, Mariana (50) y Silvina (48), que hoy también son paisajistas. “Vinimos para acá porque mis padres tenían una casa quinta de fin de semana con un tambito”, cuenta Susana, que recuerda la aventura de llegar con lluvia por las calles de barro, las idas al bar América para hablar por teléfono y las soluciones ingeniosas para regar las plantas cuando no tenían agua en el terreno.
Rodolfo se acercó al vivero Gaido para ofrecer asesoramiento y empezó a diseñar jardines en countries de la zona. Paralelamente mantuvo la producción, que era su horizonte.
Ella, mientras tanto, se dedicaba a la crianza de las chicas. Pero también estaba al pie del cañón en el negocio. Y cuando comenzaron a vender plantas al por mayor, decidió estudiar paisajismo, para sentirse más segura.
Sobre este momento, recapitula: “El día que entré por esta calle, donde había un fresno, y entendí que tenía sexos separados, y los pude distinguir e identificar, me enamoré. Él me metió en este mundo. Yo me acoplé y se convirtió también en mi pasión”.
“Nunca llegábamos a vivir de la venta, por el lugar donde estábamos. Que nos faltara hizo que saquemos lo mejor que teníamos. De alguna manera somos la planta que se forja, que se adapta, rústica, que se banca el frío y la soledad, igual que el cactus”, revela Susana, con sutileza. Rodolfo adhiere, resaltando que no podría haber hecho nada sin la compañía y el sostén de su esposa. Juntos repasan con alegría la etapa en la que, para poder sobrevivir, dictaron cursos de jardinería, paisajismo y huerta en el vivero.
El sueño del cactario
El padre de Rodolfo, Otto Rauscher, era un amante de las plantas, él las recuerda nítidas en su casa de Longchamps: “Sin noción de paisaje, ponía dalias, crisantemos, marimonias en surcos, como si fuera una huerta de flores. Mi abuelo era un cultivador alemán. Esa pasión se transmitió. Y el cactus es una atracción personal, un enamoramiento. Hay algo que me pertenece y no es racional. Antes no estaban de moda, incluso existía una aprensión”.
En una oportunidad, el matrimonio viajó a Porto Alegre, Brasil, y descubrió un lugar que marcó un antes y un después: “Encontramos ahí un vivero muy similar a lo que tenemos hoy acá, con una colección de cactus de por lo menos 50 o 100 años. Me quedé loco, alucinado”, cuenta Rodolfo.
“Cuando éramos novios, nuestros paseos consistían en ir a ver plantas. Y cuando fuimos al cactario de Horst, él volvió y me dijo: me voy a hacer mi cactario. Pero no con una perspectiva empresarial. Lo quería para él, más allá de que fuera rentable. Siempre fue visionario. Valoré que tuviera un sueño, que lo imagine y después lo concrete”, agrega Susana.
En aquel tiempo, se inauguraba Temaikèn y comenzaron a encargarles trabajos para el bioparque. “En la parte principal, en el casco, hoy pueden verse pinos de Monterrey. Los hice yo de semilla”, cuenta Rodolfo. En un sector de tortugas, que en invierno quedaba desolado por su hibernación, le propusieron poner cactus. Entonces salió a buscarlos para hacer el diseño. Fue una etapa de locura y pasión, describe Susana. “Íbamos como coleccionistas a cuanta exposición hubiera”.
Sobre la antigua superstición que asocia a los cactus con la mala suerte, él aclara: “Si fuese así, nosotros estaríamos sumergidos en la desgracia. Llevamos cincuenta años de matrimonio y atravesados totalmente por este proyecto”.
Transformación y cosecha
Los ejemplares más grandes que pueden observarse hoy en el cactario del vivero tienen otra historia. En sus inicios, Rodolfo era discípulo de un reconocido paisajista, Luis Yamada. Hacían a pedido los jardines orientales, que eran tendencia: rocas, piedras, estanques y peces. También suculentas y cactus.
Diez años después, los mismos clientes ahora elegían un estilo inglés o francés, entonces modificaron los jardines y se llevaron las plantas y las piedras. “Las fui acopiando, y son todas las que se ven acá. Tienen entre 25 y 30 años. También empecé a traer cactus de distintos lugares, algunos de Brasil, y armé todo como un juego”. El invernáculo de plantas de interior se convirtió en el lugar de guarda de estos ejemplares ya crecidos.
Inquieto y en movimiento constante, durante la pandemia Rodolfo aprovechó el encierro para terminar de darle forma al circuito. “Si a la mañana uno se levanta y no tiene proyectos, algo está pasando”, señala.
Actualmente se dedican solo a cactus y suculentas. Cuentan con una superficie de casi cuatro mil metros y producen diferentes clases de agaves. Como se dedican al paisajismo, buscan plantas de ciertos tamaños para acompañar estilos mexicanos y minimalistas.
Tienen euphorbias, opuntias, cereus y sansevierias, entre otras. El habitante más antiguo del circuito es un cardón que ronda los cuarenta años. Vivía muy deteriorado en el predio de la Fiesta de la Flor y su presidente, Tetsuya Hirose, se los obsequió para resucitarlo. Cumplieron la misión y hoy, bien erguido, les da la bienvenida a los visitantes.
Sin embargo, con humor aseguran que lo más raro que hay en el vivero es, sin dudas, Rodolfo. Su mano derecha, o “el alma mater”, es Gabino Sánchez (65). Aparece y desaparece por los senderos, asistiendo en todo lo que se necesite. Susana se encarga de la parte administrativa y la comunicación: “Me gusta estudiar y aprender. Siempre digo que pertenecer al Rotary Club nos permitió integrarnos a la comunidad”.
“Tener buena onda con todos los viveros de la zona, que nos recomienden para cactus y suculentas, es la mejor cosecha. Un orgullo”, afirma él. Además, al ser declarados punto de interés por la Secretaría de Turismo bonaerense, llegan visitantes de diferentes provincias argentinas y también de países vecinos.
Florecer en el desierto
Si bien no son plantas para interior -Susana aclara que no existe tal cosa-, los cactus pequeños sí sobreviven dentro de la casa y soportan, con luz y ventilación, la temperatura de la calefacción.
Se denomina suculentas a las plantas que retienen líquido en una de sus partes. Dentro de ellas están las suculentas cactacias y las no cactacias. En el vivero cuentan con ambas. Soportan la sequedad ambiental, viven en desierto y se autosustentan. Explica la paisajista que los cactus, en un momento de la evolución, tuvieron que transformar sus hojas en espinas para resistir la deshidratación del calor extremo.
“Algunas llegan a tener un tallo floral de hasta seis metros, porque sus polinizadores nocturnos, que son los murciélagos, las avispas, las polillas, están en las alturas. Entonces tienen que llegar, se adaptan. Es una planta que no pide nada, está absolutamente conectada con la vida. Como dice Courtenay, el escritor, es la planta de la paciencia y de la soledad, del amor y de la locura, de la belleza y de la fealdad, de la dureza y de la suavidad”, parafrasea Susana.
“Tener buena onda con todos los viveros de la zona, que nos recomienden para cactus y suculentas, es la mejor cosecha. Un orgullo”, afirma Rodolfo.
Antes de seguir con sus tareas diarias, Rodolfo destaca una cualidad de la planta que lo enamora: “No florece para los demás, florece en el medio de la nada, en un desierto, para ella y para permanecer. Solamente si está en el lugar apropiado. La popularmente conocida como ‘asiento de suegra’ tarda de 25 a 30 años. Preservan la vida y captan la energía”. Comenta, finalmente, que cuando florecen anuncian un buen presagio para la temporada. Visitarlos, desbordantes de color entre las espinas, contagia las buenas vibras.
Conocer el cactario
Quien lo desee, puede conocer el cactario del Vivero Rauscher de manera gratuita y también comprar plantas. Está abierto de lunes a sábados, de 9 a 12 y de 14 a 18. En su Instagram comparten información y novedades.