Un muchacho viene al volante de un camión enorme por la calle José Hernández. Es un hormigonero último modelo. Lo deja en medio de la calle, casi pisando la avenida San Martín. Baja rápidamente, entra al almacén de los Demarco y le pide al despachante “un caserito con jamón y queso”.
Ariel (52) se apura desde atrás del mostrador. Corre hacia la inmensa canasta del pan que está en un cuarto contiguo fuera de la vista de los clientes, mete la mano y elige al azar. Vuelve al salón central, lo pesa, corta el fiambre en la máquina y lo arma bien generoso. Sabe que el chico está comenzando su jornada laboral y que ese es su desayuno. Se lo entrega en mano, sin envolver ni nada. El camionero instantáneamente se lo lleva a la boca, se trepa al vehículo que había dejado en marcha, pone primera y arranca masticando el sándwich.
Pocas personas saben que esa despensa se llama El Favorito del Norte. En su fachada solo tiene un cartel de Coca Cola y un letrero que simplemente dice “almacén”. Ninguna marquesina que remita a su verdadero nombre. Y aunque traspasando la puerta principal, con solo un fugaz vistazo, es fácil imaginarse que ese lugar tiene una historia de larguísima data, pocos saben también que es el segundo comercio más antiguo de Belén de Escobar.
Fundado el 5 de marzo de 1931 por Antonio Demarco, El Favorito del Norte está cumpliendo noventa años. Si de encabezar el libro Guinness por la antigüedad escobarense se tratase, hay solo un comercio que le gana: la panadería Bertolotti, que abrió en 1893.
Los Demarco están acostumbrados a conocer a sus clientes, a que una compra se convierta en una charla larga entre despacho y despacho; a llamar a los clientes por su nombre, a saber de las vidas de cada integrante de las familias que se acercan a abastecerse de productos de primera necesidad. “Aunque eso ahora cambió mucho porque a Escobar llegó gente nueva, que suele ser un poco… rara, no sé cómo decirlo, a veces ni te saludan”, le cuenta a DIA 32 Ariel Demarco, quien maneja el negocio junto a su primo Hugo (49). Son la tercera generación que se dedica a este emprendimiento familiar.
Con cierta nostalgia por los viejos tiempos, comenta que con la pandemia ya no puede hablar mucho con los habitués y que se siente mal al tener que pedirles que se retiren porque “se ponen a hablar como siempre, pero no se dan cuenta de que hay gente haciendo cola afuera”.
Tiempos lejanos
Antonio Demarco abrió la despensa en un viejo caserón, a metros de donde está ahora. Era un boliche de campo, un tradicional almacén de ramos generales y pulpería donde se encontraba de todo, ya que era el único comercio de la zona.
Los domingos hasta organizaban cuadreras que convocaban a muchísimos parroquianos. Criaban sus propios cerdos y hacían embutidos que se hicieron tan famosos que los pedidos llegaban incluso de Buenos Aires y de varios pueblos aledaños. Porque en aquella época nada era ciudad, todas eran calles de tierra y el campo el único escenario existente.
Después de tres años, El Favorito del Norte se mudó a la esquina de San Martín y José Hernández, donde está desde entonces. Don Antonio compró el terreno, de 12.000 metros cuadrados, edificó y lo transformó en un local con una casa atrás, donde crió a los nueve hijos que tuvo junto a María Bolzán: Pascual, Osvaldo, Yolanda, David, Hipólito, Edelmiro, Blanca, Alicia y Anselmo. Todos nacieron con partera a domicilio.
En la parte posterior de la nueva locación construyó un galpón de grandes dimensiones, donde se hacían bailes. Hoy sirve de depósito de mercadería, que descansa entre balanzas y utensilios antiguos. Muchos de los participantes de aquellas fiestas eran quienes estaban de viaje y hacían noche en el lugar.
Había un par de habitaciones que recibían a los que llegaban, muchas veces a caballo, recorriendo kilómetros eternos. Participaban de la fiesta o, grapa va grapa viene, jugaban a las cartas o a los dados hasta el amanecer.
En 1958 Antonio falleció y David, uno de sus hermanos, se hizo cargo del comercio de forma oficial. No estaba solo, todos daban una mano porque para ellos era como estar en casa. Anselmo (82), por ejemplo, fue uno de los que más tiempo pasó ahí adentro, jugando de chico, ayudando de adolescente y trabajando duramente de adulto. Todavía se ocupa bastante de los quehaceres diarios.
Hoy es otra la generación que está al frente del pintoresco comercio, que ya no es tan grande como supo serlo. La estancia se dividió y al lado funciona un local de comidas que también está en manos de un Demarco.
Tras el umbral
Los pisos de pinotea chirrían a cada paso, a pesar de estar bien conservados. Son hermosos. El mostrador con la superficie de melanina y su frente de madera labrada en pequeños cuadraditos llaman la atención, dan ganas de acariciarlos, como para atesorarlos, porque quedan pocos.
Las fideereras son reliquias. Están en perfecto estado. Ya no exhiben pasta suelta vendida al peso, extraída de los cajoncitos con una cuchara honda. A través de los vidrios frontales se ven paquetes de diferentes marcas, formas y colores. Como los del supermercado. Resulta más práctico, rápido y hasta más higiénico, aunque ahora vender suelto volvió a estar de moda.
Todo remite a la casa de una abuela centenaria que ya no está. A lo que fue, a lo que quedó. Estanterías que van del piso al techo de bovedilla, sin tarros de vidrios con dulces y conservas derivados de los frutos que dio la quinta, como acostumbraban a hacer aquellas señoras que sabían bien cómo pasar el invierno abastecidas de delicias.
Esas estanterías actualmente exhiben mucha yerba, paquetes de polvo para lavar la ropa y tarros de Raid en sus mil variantes. También hay galletitas, puré de tomate, aceite y algunas cosas más. En la heladera hay embutidos, pero no son aquellos caseros, son de marcas conocidas por todos.
Los principales clientes son los isleños, muchos hacen sus pedidos para pasar a buscarlos dos veces por mes. Incluyen todo lo necesario para aprovisionarse de productos no perecederos por algunos días. Las frutas, las verduras y cualquier tipo de carne fresca la consiguen en otro lado.
También paran en el almacén los pescadores que van con su caña camino al río. Sin embargo, artículos de pesca no hay. Alpargatas sí, buenas y lindas, “pero con suela de goma, las de yute son muy difíciles de conseguir”, detalla Ariel, quien entra a otro cuarto, no develado al público, cerrado con una cortina de tiras plásticas gruesas y coloridas. Regresa con paquetes de zapatos de lona, de todo andar. Se bancan el barro y el rocío. Solo los asiduos o a quienes les pasaron el dato como si fuera un secreto de Estado saben de su existencia.
Las mesas alrededor de las cuales los parroquianos se sentaban a jugar a las cartas o a los dados se esfumaron. Como en todos lados, hoy los celulares han instaurado otra forma de juego y de esparcimiento. Aunque el almacén no cuenta con uno, se siguen manejando con el teléfono de línea y con un contestador automático para recibir mensajes. Ariel se disculpa: “No quiero WhatsApp, porque quiero vivir tranquilo”.
El sol de noche que cuelga del techo, verde, antiquísimo pero con la camisa impecable, denota que ante un corte de luz, se enciende. “Es nuestro grupo electrógeno”, dice, seguramente en broma, porque en algunas paredes se ven modernas lámparas de emergencia con sus luces led.
En la vereda, los palenques siguen intactos, quizá alguien aún llegue a caballo y el estacionamiento, sin medidores, le venga de mil maravillas.
La historia es algo que rueda y rueda, nunca se acaba. Es infinita. Traspasa generaciones, costumbres, se come décadas. Pasan los años, los fragmentos quedan plasmados en recuerdos, memorias, en fotos en blanco y negro, en películas, en museos y en lo que ocurre entre cuatro paredes que los Demarco lograron que se detengan en el tiempo.