Retiren a los chicos que estamos haciendo un procedimiento, ¡rápido, por favor!”. De esta manera, tan entrenados, tan amables, tan fríos, y con la bandera de una revolución como ideal, las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) tomaban la localidad de Garín el 30 de julio de 1970.
Cerca de 40 personas controlaron simultáneamente las principales entradas y salidas de vehículos por 50 minutos; cortaron los cables de comunicaciones que tenía el pueblo con otros; coparon la comisaría, secuestraron siete pistolas de diferentes calibres, cuatro revólveres, dos metralletas, cargadores, chapas y uniformes policiales; además, robaron tres millones de pesos de moneda nacional de aquellos años al Banco Provincia de Buenos Aires y mataron al cabo primero Fernando Sullings en ese atraco.
Aquella mañana amaneció soleada, como una más del invierno tranquilo que se vivía por esa época. Aunque algunos movimientos raros fueron percibidos por los vecinos de la zona que hacían las compras: “Eran mujeres muy modernas y llamativas, que vendían unas artesanías”, recordó un comerciante. Esas primeras visitantes fueron las encargadas de aprobar el ingreso del resto del grupo por intermedio de modernos walkies tolkies.
Cerca de la una de la tarde, una pareja se dirigió a la central de Entel, ubicada frente a la estación de trenes. Como era un horario de descanso, entraron por la vivienda lindera de los caseros haciéndose pasar como empleados de la empresa que estaban realizando un censo. Después de hablar un largo rato con la encargada de limpieza llegó otro supuesto empleado que le solicitó las llaves de la oficina principal. Así llegaron a cortar con un serrucho el cable central que comunicaba a Garín con las localidades vecinas.
Pero el proceso de incomunicación total que estaban llevando a cabo no estaba terminado, aún quedaba un radioaficionado que poseía un transmisor, Bruno Emilio Torazzo. Por eso llegó una pareja hasta su domicilio para romper el aparato.
Alrededor de las dos de la tarde, dos grupos diferentes comenzaron a controlar el egreso al pueblo para que nadie pudiera avisar lo que sucedía. El primero, de cinco hombres -cuatro vestidos de policía y uno de civil-, se ubicó en lo que es hoy la avenida Belgrano y la calle José Hernández, frente al ex OPROVI y el polideportivo. El segundo también estaba integrado por cinco hombres -uno sólo vestido de policía- y se ubicó en la avenida Márquez, también con el propósito de impedir la salida de automóviles.
Paralelamente al control vehicular, otro grupo se encargó de la estación ferroviaria. La tarea era que no ocurra nada imprevisto.
Con todos los pasos cumplidos se dispusieron a realizar el más osado: robar la comisaría. Una pareja, simulando ser médicos que habían atendido a niños del OPROVI, ingresó y pidió “abrir comisión”, un trámite que consistía en dejar asentada su presencia en el libro de guardia. Cuando el suboficial buscó el libro, la mujer sacó una ametralladora que llevaba debajo de su delantal y el supuesto médico el arma. Juntos lo encadenaron, lo encapucharon y lo obligaron a permanecer boca abajo. En otra habitación había un agente revisando expedientes que también fue maniatado.
Una vez que controlaron la situación ingresó otro grupo para apoderarse de las armas y los uniformes. Otra acción que caracterizó la toma fue la de pintar la comisaría y otras paredes con sus siglas: “FAR, Fuerzas Armadas Revolucionarias”.
Mientras tanto, a tres cuadras del destacamento policial llegaba una camioneta amarilla con una pareja que se dirigía a robar la sucursal del Banco Provincia. La mujer, con minifalda y botas negras, cuentan los diarios de la época que se acercó en tono desafiante al cabo primero Sullings, que se encontraba de guardia. Cuando atinó a sacar su arma reglamentaria, luego de un forcejeo el cabo cayó al suelo con un disparo en el estómago.
Mientras trasladaban el cuerpo del policía al interior del banco se presentaron a manera de cine: “Como ustedes comprenderán esto no es contra los bancarios, esto es un asalto eminentemente político para derrotar al régimen que actualmente nos gobierna, por lo tanto pido a ustedes que no colaboren con la policía”.
Todos los empleados fueron amenazados con armas, atados y tratados con corrección, según el testimonio de los propios cautivos.
Frente al banco, donde ahora hay una casa fúnebre, estaba el restaurante “El Farolito”. Ahí se encontraban almorzando quince personas que fueron sorprendidas por una pareja que ingresó para encerrarlos. Alejo Veliera, dueño del lugar, dijo en ese momento a algunos periodistas: “Entraron y nos dijeron ‘todos juntos pasen a la cocina. Obedezcan. Enseguida van a comenzar los tiros’”.
Cuando los asaltantes reclamaron la llave del tesoro, el gerente les comunicó que se encontraba en la comisaría. En consecuencia, un grupo lo llevó a buscarla. A la vuelta, cuando se disponían a abrir la caja fuerte, fueron alertados de que tenían que abandonar la operación porque dos grupos de las comisarías de Ingeniero Maschwitz y General Pacheco habían sido alertados y se estaban tiroteando con los grupos que controlaban los egresos.
Luego de un intenso tiroteo, en el que nadie resultó herido, los asaltantes de Garín emprendieron la huída hacia Capital Federal. Antes de partir dejaron panfletos que justificaban la toma. Aludían al movimiento peronista del ‘55, al levantamiento del 9 de junio de 1956 y a su represión, a la desaparición de Vallese, al “Cordobazo” y también elogiaban al “Che” Guevara.
No caben dudas de que la toma respondía a una conciencia revolucionaria, que más tarde sería atacada desde el Estado con la Triple A, y definitivamente reprimida a partir de 1976.