Se acerca Navidad, Año Nuevo y la ciudad se tiñe de fiesta. En Belén de Escobar, el característico pino de la plaza San Martín se volverá a iluminar con sus tradicionales luces de colores; la gente saldrá a comprar regalos y muchos comercios harán turnos extenuantes para satisfacer la masiva demanda.
Pero en la misma geografía se entrelazan numerosas experiencias diametralmente opuestas, a la vista de quien quiera mirarlas; sombras humanas que están ahí y que forman parte del paisaje urbano de todos los días. Historias distintas, con destinos parecidos.
El hombre de cultura
Emilio Alberto Ojeda es el indigente que habita en la explanada de la Casa de la Cultura. “El Gaucho” -como se presenta- es oriundo de Santa Fe. Cuenta que a los 9 años, tras la muerte de su madre en un accidente, emprendió un viaje sin retorno a Buenos Aires. La ruta que habitualmente uno recorre en micro o auto, él la hizo paso a paso hasta llegar a Moreno, donde vive su hermana. Allí se estableció por un tiempo, pero por problemas de convivencia familiar decidió volver a partir.
En la calle, “El Gaucho” encontró quien le enseñara el oficio de carpintero, conoció a su esposa, convivió y tuvo dos hijos. Pero la familia que había creado se disolvió en un instante, por un accidente que terminó con la vida de su mujer y de sus dos nenes, ahogados en un río. Otra vez estaba solo. Una vez más, su única compañía era la calle.
Comenzó a vagar sin rumbo fijo, sin apuro, sin nadie que lo espere en ningún lado. Pasó días y noches enteras caminando, hasta que se encontró parado en las puertas de la ciudad de la flor y decidió entrar. “Vine sin saber dónde estaba, solamente caminaba. Me gustó y me quedé”.
Cuando se instaló definitivamente en Tapia de Cruz al 1200, “el Gaucho” dormía en la vereda impar, sobre un colchón al que unas plantas protegían del sol. Pero ya hace tiempo decidió cruzarse en busca de calor para apaciguar el frío del invierno.
Alberto vive de las donaciones de la gente, todos los días madruga y va cambiando su posición según donde se encuentre el sol, desayuna y merienda con mate. “Acá me quieren mucho. La gente me ayuda porque no hago nada malo. El agua caliente es para lo único que molesto”.
El 10 de diciembre será su cumpleaños y confía en que irán a saludarlo todos aquellos que cotidianamente le dedican “un buen día” o “un buenas tardes” cuando pasan por las grises baldosas de la vereda de “la casa del Gaucho”. “Estoy seguro de que van a venirme a darme una paliza bárbara. Siempre me cargan y me dicen que me van a agarrar. Ese día no voy a olvidármelo más”.
La mujer de la iglesia
Clara René Roldán es una cara todavía más conocida en las calles de la ciudad. En un artículo que DIA 32 le dedicó en agosto, ella anunciaba que por problemas de salud tendría que abandonar su rutinario lugar en las escalinatas de la cocatedral. Sin embargo, día tras día sigue sentada ahí, con la mano extendida, esperando paciente las limosnas y donaciones que recibe de feligreses y transeúntes. “No me fui de acá por necesidad. Soy la encargada de llevar la comida a casa todos los días”, explica
La situación de René sigue tan precaria como siempre. Su pierna mejoró, pero ahora el intestino empeoró, los juicios de la pensión de ella y de su marido nunca salieron y para empezar los trámites dice que necesita una plata que no tiene.
Encima, cuenta que uno de los últimos temporales le voló parte del techo de la casa que comparte con su hijo, su nuera y su nieta. Por eso, la mejor ayuda que pueden darle hoy son chapas para reconstruir lo que la tormenta arrasó.
Una voz en silencio
En la avenida San Martín, entre General Paz y Lamadrid, Juan Carlos pasa los días recostado contra alguna pared, con la mirada en el piso, apoyado sobre muletas tapadas de bolsas que acumula sin que se comprenda bien con qué fin. Le falta una pierna y un olor pestilente contornea su territorio. Casi nadie le conoce la voz. Es un personaje callado, que no demuestra intenciones de socializar. No le gusta que le pregunten nada. Cuando le nace la necesidad de hablar, las palabras emergen solas.
Muchas veces intentaron ayudarlo, pero otras tantas veces él decidió volver a su lugar. Proveniente del interior, durante años se instaló en esa zona, que ya adoptó como propia y que, por razones que solo él y su mente entienden, se rehusa a abandonar.
Tres historias distintas, de tres personas con un punto en común. Para ellos, el tiempo no pasa; las horas son solamente minutos sucesivos que transcurren de manera lenta e igual todos los días. Ninguno tiene nada que esperar. Hasta que dejen de ser vistos para comenzar a ser observados y tomados en cuenta, seguirán siendo las sombras humanas de la ciudad.