Fresca, parlanchina, abierta, divertida, se expresa con la palabra de la misma forma que lo hace con el pincel, transmitiendo alegría, belleza, colores. En su atelier del Paseo Mendoza -donde expone y trabaja- Inés Repetto (42) cuenta que no puede sacarse de encima esas caras y figuras de mujeres que le aparecen desde hace años, y que ya se convirtieron en su marca registrada. Enormes lienzos donde resaltan féminas de grandes ojos e hipnotizantes toques de intenso color. Con ellas estampó sillas, sillones, lámparas, tapas de cuadernos, todo tipo de muebles, hasta que ahora decidió detenerse un poco y enfocarse en los cuadros.
Su gusto por las artes comenzó en la época del colegio, fue al waldorf San Miguel Arcángel de San Isidro y cuando tuvo la edad de elegir estudió Bellas Artes en el Santa Ana de Belgrano. Admite que nunca fue muy estudiosa y que por eso la bocharon en el ingreso a la Pridiliano Pueyrredón, pero dice que siempre hizo hasta lo imposible por conseguir las cosas que sí le interesaban. Como cuando quiso estudiar arte con Pablo Giacomini pero no tenía plata para pagar el taller; entonces se convirtió en su asistente los sábados por la mañana y a cambio de eso tomaba su clase en otro turno. “De esa manera hice mis primeras incursiones en el arte con alguien que era un gran pintor. Hoy no sé que es de su vida de artista, porque es director del colegio Marin”, explica en una charla por demás distendida con DIA 32.
Inés pinta todos los días, sin horarios fijos, trata de descansar los fines de semana, pero incluso cuando se va de vacaciones se lleva el pincel y los pomos. Muestra un cuadro que está expuesto en el taller y cuenta que lo hizo este verano en Brasil, cosa que se nota a la legua por las flores, los bananeros, los sapos, los bichitos y los pájaros que acompañan a la infaltable mujer.
Hace 15 años que vive en Ingeniero Maschwitz, desde que se casó con el arquitecto Nicolás Salado Castro. Conocía la zona porque de chica su padre la traía a ella, a su hermana Ana y sus hermanos Nicolás -el conductor televisivo- y Andrés -el periodista de internacionales- a una quinta ubicada a pocos metros del Paseo, al lado del restaurante La Estancia. “Después Nicolás vivió en Maschwitz con Reina Reech, y de ahí que la familia se empezó a venir para estos lados. Yo me siento cien por ciento maschwitzense”, afirma.
Doncella de palacio
¿Es negocio comprar arte?
Hoy por hoy, y con la incertidumbre que hay sobre en qué invertir y dónde, la gente se está volcando más al arte. Además, es costoso, pero no inalcanzable, hay tanto pintor que me parece que la gente se anima más. Antes era para el que tenía un alto nivel adquisitivo, hoy ya no es tan así. Los artistas están en contacto con la gente, algo que antes no existía.
¿Cómo cotiza un artista, a medida que se vuelve famoso vende más caro?
Sí, yo pude poner mis obras a un valor más alto gracias a la demanda. Para mí no se trata solo del trabajo que hacés como artista, sino también de cómo te introducís en el mercado. Yo le estoy súper agradecida al que me compra, es como una apuesta que hace a que el día de mañana la obra cueste mucho más. Cuando me compran algo que es tan mío es maravilloso, pongo algo de mí y se llevan esa parte, pero lo principal es que me ayudan a que yo pueda vivir de eso y seguir pintando.
¿A qué edad empezaste a trabajar?
A los 15 años. Viví mucho tiempo en el Palacio Sans Souci, que está en Victoria, de los 11 a los 20. Era el palacio de Alvear y después lo compró una familia que se llama Durini. En ese tiempo me dediqué a hacer ambientaciones para casamientos. Estaba vinculada con las flores, las iba a comprar al Mercado Central a las 5 de la mañana, era un trabajo lindísimo porque consistía en transformar un lugar bellísimo en uno más bello todavía. Desde esa época tengo en mí la cultura del trabajo.
¿Qué circunstancias te llevaron a vivir en el Sans Souci?
Mamá era profesora de idiomas de gente extranjera, en ese momento había venido el presidente de Ford que le consiguió ese lugar. Nosotros necesitábamos dónde vivir porque mi papá acababa de fallecer y no teníamos un peso partido al medio. Mi papá fabricaba barcos, y nos había dejado uno muy chiquitito, de seis metros. Mamá nos dijo que la mejor solución hasta salir a flote era irnos a vivir al barco. La idea era hacer vida de dormir en el barco y usar las instalaciones del club San Fernando tipo casa. A mi hermana Ana, a mí y a mi hermano Andrés nos divertía, Nicolás ya estaba viviendo en Brasil, por suerte, porque no entraba ni en pedo. Pero un día mi mamá nos dijo que en vez de al barco nos íbamos a un palacio, fue ahí que me enganchó para los eventos. Conocía a los novios cuando les mostraba el lugar, se los chamuyaba y me pasaba el laburo. Se usaban unos centros de mesa muy producidos, no era como ahora que con una vela zafás.
¿Cómo era la vida en el palacio?
Divina, todo era hermoso, se conocía gente extraña, distinta, vivía una irrealidad. Había fiestas súper agradables, los Durini nos incluían mucho dentro de sus relaciones. Las navidades se hacían los 25 con una gran mesa en el comedor principal y siempre nos invitaban. Era muy gracioso, recuerdo de haber ido a palcos en el Colón por ellos. A mí me tenían que disfrazar para poder entrar porque era de gala.
Pies, manos y mujeres
¿Cómo aparecieron las mujeres que pintás?
Ya hace cuatro años que pinto a esta mujer que fue mutando, porque empezaron siendo peruanas, bolivianas, americanas, que se fueron transformando en asiáticas. Al principio eran caras y ahora empecé a ponerles vestidos con distintas telas, dibujos, estampas. Es algo que viene de lo que se va absorbiendo en la vida, viví muchas cosas y todas relacionadas con el hacer. Diseñaba, cortaba telas, hice carteras, remeras, decoré muchas casas, y creo que todo se une ahora en la pintura.
¿Qué pintabas antes de las mujeres?
Pintaba oscuro, a los 20, 21 tuve una época donde la pintura era muy buena y muy fuerte, pero transmitían otra cosa: tristeza, dolor, tal vez cosas que tenía que decir. Un día, una persona que es un capo, me dijo: “Cuando vos cambies tu paleta, vas a ver cómo te va a ir”. Y tuvo razón. Pintaba muchas manos y pies, y alambres de púa. Yo no analizo mucho, voy rápido a concretar, pero después de varias exposiciones, donde la gente me empezó a preguntar por qué pintaba pies y manos, me di cuenta que era por mi viejo, él era muy grandote, tenía las manos y los pies enormes, entonces quizás estuve sacando todo eso que me faltó de muy chica.
¿Entonces las mujeres salieron por tu madre?
Definitivamente, tienen que ver en el aspecto, aunque no se parecen demasiado, sí a alguna imagen, alguna foto que vi de ella de joven. Intenté no decirle mucho porque cuando se lo insinué, o alguien se lo comentó, estaba como que se creía mil. Se me ponía a posar… Pero hablando en serio, tienen algo de mamá, algo de muchas mujeres luchadoras que conocí, mi hermana es también muy luchadora, quedó viuda muy joven, igual que mi mamá, tengo esa imagen de la mujer fuerte. Yo me considero una mujer fuerte, y es por eso que estas mujeres se metieron en mí, no puedo parar de pintarlas, salen solas.
¿Para quién es el trabajo de un artista, para sí mismo o para la gente?
Yo lo que más quiero es que los cuadros se vayan y que me den la posibilidad de vivir de esto. Soy materialista, pero no es todo materialismo, los pinto con todo el placer, pero sé que tienen un fin que es que alguien me de dinero por llevárselo a su casa y así seguir pintando.
¿Cómo fue la experiencia de exponer por primera vez en Nueva York, el año pasado?
Estuvo buena, de Maschwitz a Nueva York, me sentía María de Nadie, el personaje de la novela de Grecia Colmenares. Transportar los cuadros fue todo un tema, me habían dicho que los cuadros podían ir armados, pero cuando llegué al aeropuerto no pasaban por el escáner. El avión se iba, mi marido estaba tirado en el piso desarmando los bastidores con el despachante de aduana, puteándome. No pudo ser normal, nada en mi vida sucede de forma normal. Siempre por falta de recursos o porque me gusta, sale así. Tendría que haber contratado un flete gigante para que se llevara todo, pero siempre termino haciendo las cosas de la forma más complicada. Es la eterna lucha con mi marido.
Cuando terminás una obra, ¿te gusta?
Nunca estoy contenta con lo que hago, lo disfruto en el momento que lo estoy pintando, pero cuando está terminada, en realidad, siempre la continuaría. La doy por concluida para no cansarme y aburrirme. No me enamoro de mis obras, nunca le puedo decir al comprador que se está llevando lo mejor de lo mejor, siempre le haría algo más.
Una historia por azar
Sin querer, Inés fue el alma máter del Paseo Mendoza. Descubrió el lugar cuando buscaba mudar su atelier de San Isidro a Maschwitz: como todas las opciones se iban truncando, pensó en alquilar una pequeña casita. “Di mil vueltas hasta que encontré este lote, la parte sobre Mendoza, con una cabañita y muchos árboles. El cartel decía ‘vendo’, entonces golpeé y le pregunté al hombre si no me lo alquilaba. Me terminó diciendo que no, pero como yo le había contado que mi marido es arquitecto, él me dijo que a la calle Mendoza la estaban haciendo comercial, que por qué no comprábamos y pensábamos en hacer algo. Nosotros no teníamos ni para morfar, además Nicolás se estaba independizando y fue un año muy difícil desde lo económico. Entonces él hizo un dibujo divino con el proyecto que pensamos e invitamos a comer a unos amigos, que eran padres del colegio de los chicos, y les propusimos hacerlo en conjunto. Todos dijeron que sí. Así se hizo el Paseo, un trabajo muy comunitario, unos se encargaron de la compra de materiales, Nico de la dirección y el proyecto, veníamos y trabajábamos desmalezando y demás. Necesitábamos dinero, pero no vino un inversionista y la puso toda. Fue entre todos. El Paseo Mendoza surge entre amigos y fue mi idea, así que la calle ahora se va a llamar Inés Repetto”, dice Inés, matándose de risa.