Cada vez que se avecina una nueva edición revive la leyenda que le atribuye a un designio maligno las lluvias que más de una vez pasaron por agua a la tradicional exposición de la floricultura.

La viuda miraba el cajón y no creía lo que veía. Miraba al gitano Antonio y lo odiaba por haberse muerto. Le daba tanta bronca que se mordía nerviosamente el labio inferior, mientras por lo bajo lo insultaba en caló-gitano. Agotada, tocó por última vez el rostro de su marido y recorrió el salón de la casa velatoria para agrupar a sus hijos.

Afuera estaba lloviendo. Habló con los suyos, formaron una pequeña ronda y conversaron en un extraño dialecto. Pronto se abrazaron.

Rápidamente, un grupo de parientes llevó el ataúd al coche fúnebre y las mujeres cargaron las coronas florales. Había muchos ramos con rosas, claveles, jazmines y pequeños atados con delicadas calas.

Afuera llovía, suave pero persistentemente, casi sin viento. Apurados por el agua iban subiendo a los autos. La gitana los miraba desde el hall. Hacía calor, el agua caía frágilmente y había mucho silencio en la calle. “¿Por qué había muerto tan joven?”, pensaba.

Pronto los oscuros Farlaine estaban preparados para formar la caravana. Ella tomó de la mano a su hijo mayor y subió en el segundo coche. Los demás irían atrás. Tenía una pollera muy larga, las manos chiquitas y con muchos anillos. Miró el cielo, el recto ataúd, las manijas doradas, los herrajes, los detalles de la moldura y vio las flores de la corona. Flores recién cortadas que hasta hace pocos días se sostenían resplandecientes en la tierra, mirando el sol, llenas de vida. Y ahora allí, todavía coloridas, hermosas pero secándose lentamente como su amado calé.

Partió la caravana rumbo a la plaza San Martín: rodearla, pasar frente a la Municipalidad, el Banco Provincia, el edificio torre y detenerse un momento frente a la parroquia fue todo una sola cosa. Nadie bajó, tan solo frenaron unos segundos. La lluvia continuaba y la caravana se encolumnó hacia el cementerio.

Pero al llegar a la esquina de Gelves y Estrada el cortejo fúnebre se detuvo, la calle estaba cerrada por la Fiesta de la Flor. El chofer de la casa velatoria intentó persuadir al personal para que los exceptuaran del corte argumentando que la única calle asfaltada para llegar al cementerio era esa, y con esa lluvia…

Finalmente, la caravana debió desviarse tomando un camino accesorio. Esa calle se hallaba intransitable y los autos empezaron a balancearse. La gitana miraba desesperada el ataúd en el que viajaba su marido. De repente, el coche se fue de costado hasta quedar atravesado. Ella se aferró a su hijo fuertemente y se quedó en el lugar.

Las ruedas giraban sobre el barro y el vehículo se tambaleaba, pero no salía de su atascamiento. Nadie quería bajar. Así estuvieron algunos minutos.

Los voluntarios fueron acercándose de a uno y a medida que no avanzaban los intentos. Por fin, la fila de autos retomó su recorrido.

Perturbada, la gitana miró hacia un campo. Refregó sus dedos dentro de una flor, se tocó el rostro, se besó los nudillos cerrando la mano con sonido metálico y, sangrando el labio inferior, perjuró una maldición: “Siempre lloverá”.

La Fiesta de la Flor lleva apenas medio siglo, pero ya tiene su propia leyenda. Y aunque los datos de la realidad niegan la verosimilitud de la narración, la historia circula de boca en boca y no son pocos los que esperan la inauguración oficial sólo para comprobar si se cumple o no la profecía. Año tras año, en el mes de la tormenta de Santa Rosa, la leyenda nuevamente cobra vida.

 

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