Habla con tanta pasión, tanto entusiasmo, que no puede evitar llevarse las manos al pecho, como si quisiera tocarse el corazón. El encuentro es temprano, en el “School of Rock & Arts” que dirige en Nordelta. Lo primero que hace Martín Carrizo (41) es invitar a recorrerlo, y la verdad que el lugar es un sueño, un auténtico templo de la música donde cualquier niño quisiera entrar a jugar al rock star (ver Escuela de rock…).
Empezó a darle a los parches y platillos a los 15 años, mentalmente, de forma autodidacta, y sobre una batería de madera que se hizo desarmando un banco del colegio con una pinza. Era de madera gruesa, una desgracia. Le había puesto fundas de toalla para no lastimarse los codos. Tocaba arriba de Ruido Blanco, el primer disco de Soda Stereo grabado en una gira por América, grupo del que fue fan toda su vida. Cuando finalmente llegó a tocar con Cerati, diez años después, se acordaba de esos momentos en su habitación: “Cerraba los ojos y estaba en la gira, pero cuando abría los ojos estaba en mi cuarto. Cuando estaba de gira con Gustavo, cerraba los ojos y me iba a mi cuarto, abría los ojos y estaba en el escenario”.
Pero llegar a eso fue una larga historia, que empezaría a escribir en A.N.I.M.A.L., banda con la que participó de más de 500 shows por Latinoamérica, y que los resume así: “Una vez estuvimos 42 días en México grabando El Nuevo Camino del Hombre, y la rutina era ensayar seis horas por día los lunes, miércoles y viernes. Éramos tres deportistas. Y el resto de los días comíamos y hacíamos notas. En un día hicimos 50, imagináte cómo estábamos después de contestar 28 veces qué significaba “a”, punto, “ene”, punto…. ‘Acosados nuestros indios murieron al luchar’. Se le ocurrió a Andrés (Giménez), él quería formar una banda que se llamara Animal, pero cuando fue a registrar el nombre se encontró con que lo tenía el señor Gerardo Sofovich, por la feria de las mascotas, registró la palabra animal en todos los rubros. Entonces Andrés decidió separarlo por siglas y empezó… nuestros…, indios…, murieron…, al, luchar, faltaba la “a”, y Marcelo (Corvalán) agregó: “acosados”.
Martín vive con su familia en la frontera entre Escobar y Tigre, en Benavidez, pero es ferviente habitué de Maschwitz, sobre todo de sus polos gastronómicos. Además, es el hermano de Cecilia “Caramelito” Carrizo, a quien le compuso la música de infinidad de canciones para chicos. Ironías si las hay. Pero la respuesta que más interés despierta en estos días es la vivencia de haber tocado frente a 170 mil personas junto al Indio Solari, en la histórica noche del rock argentino del sábado 12 de abril.
¿Cómo viviste todo lo que significó el show con el Indio en Gualeguaychú?
Es algo que te deja cargado durante meses por la magnitud de lo que se siente. Hubo momentos en los que no se podía cruzar el puente de Gualeguaychú y la policía ya no dejaba pasar porque no había más lugar, no entraba ni un auto en la ciudad. No había comida, había carteles por todos lados: “Te alquilo el patio para armar tu carpa”. Algunas personas caminaron 35 kilómetros para llegar.
¿A qué atribuís ese fenómeno?
A que la música empieza a sonar y sentís magia. El Indio tampoco puede explicarlo, lo único que entiendo es que sus melodías, su voz, sus letras, son increíbles, ahí hay una fórmula que no se puede explicar.
¿Cómo es tu relación con él?
Alucinante, tenemos una historia de cariño inmensa. En el ‘84, cuando tenía 15 años, ensayaba en una sala en Chacarita. Había empezado a tocar la batería unos meses antes, y siendo autodidacta era todo descubrir y empezar de cero. Al lado ensayaba otra banda, eran músicos más grandes y me llamaba la atención lo bien que tocaban. Me gustaba la actitud, estaban tres o cuatro horas tocando una misma canción, haciendo que cada vez sonara mejor. Las otras bandas nos invitaban a los ensayos, pero ellos nunca te daban ese lugar. Un día salió el cantante y me dijo que estaban esperando para probar a un baterista nuevo pero que llevaba dos horas de retraso, si no me quería probar. Y yo, que siempre me tiro a la pileta sin agua, le dije que sí. Pero en ese momento llegó el baterista pidiendo disculpas que se le había roto la moto y quedó él. Eran Los Redonditos de Ricota.
¿Cómo te volviste a encontrar con ellos?
Años después, fui a un show de Los Redondos en River. Ellos no tocaban muy seguido La hija del fletero, uno de mis temas preferidos, pero en ese show lo tocaron. Me empezaron a dar ganas de llorar, una emoción… una sensación en todo el cuerpo que la adjudiqué a que estaba sintiendo que en algún momento iba a tocar con el Indio. Seguí con mi vida hasta que me habló su manager para decirme que su hijo tenía una banda, que buscaba un ingeniero, pensé que era una buena oportunidad para que el Indio me escuchara y me considerara. A los dos días me volvió a llamar y me dijo que en realidad no era para el hijo, era para el Indio. Mientras me lo iba diciendo yo lloraba, me sacaba el auricular de la boca para que no se diera cuenta, cuando me calmaba volvía a hablar. Le conté la historia y me dijo: “Si, sí, el Indio se acuerda perfectamente de vos”. Fue en 2007, con Porco Rex, su segundo disco solista. Además de ocuparme del sonido grabé unas baterías, nos dividimos con Hernán (Aramberri), y tocamos 7 temas cada uno.
¿Cómo empezaste a tocar con Gustavo Cerati?
Es otra película, yo soy un tipo muuuy fanático de Soda Stereo, los tengo tatuados en cada metro cuadrado de mi piel. Uno de mis grandes maestros en la batería fue Charly Alberti. En A.N.I.M.A.L tocaba muchas cosas sacadas de Soda, con la fuerza que requería la banda. Cuando se empieza a separar Soda yo me empecé a separar de A.N.I.M.A.L, y pensaba que sería una buena oportunidad porque seguramente Gustavo armaría algo nuevo. Empecé a sentir que había una conexión y que iba a poder tocar con él.
¿Y cómo siguió la historia?
Nos contrataron para un show en El Borde de Temperley, pero yo me estaba yendo del grupo, hasta el momento no había podido decir que era fan de Soda porque me ahorcaban, ya bastante me bancaban que le hiciera la música a Caramelito. En la prueba de sonido largué el bombo y el tambor con ritmos de Soda. La persona que nos había contratado me preguntó si me gustaban, le dije que era fan, y me contó que era el manager de Gustavo Cerati. Ese viernes, sábado y domingo, Soda ensayaba para el show de “Gracias Totales”, era el último de la historia. Le pregunté si podía ir y me dijo que no creía porque en 14 años nunca había entrado nadie, pero terminó diciéndome que sí. Ahí los conocí a todos, hubo muy buena onda. Gustavo me dijo que planeaba algo y yo le dije que me gustaría probarme. Me aseguró que me llamaba y desde ese momento empecé a esperar que sonara el teléfono. Iba caminando por la ciudad y en cada pedazo de cielo que encontraba entre los edificios pedía que por favor me concediera cinco minutos con él.
¿Te concedió el cielo ese deseo?
No en ese momento, pero me lo volví a cruzar. Cuando me fui de A.N.I.M.A.L. nos re peleamos con Andrés y Corvata, pero ellos tenían que mandar unos demos a Max Cavalera, el guitarrista de Sepultura, para grabar un disco en Estados Unidos, y me pidieron que los ayudara a programar unas máquinas. Cuando entré al estudio me lo encuentro a Gustavo, la segunda vez en mi vida. “Voy a comer y vuelvo, después vení al estudio B así escuchás que estoy mezclando el último concierto”, me dijo. Era diciembre del ‘97 y se iba de vacaciones. Volví a decirle que me gustaría tocar con él, que me había ido de A.N.I.M.A.L., me acuerdo que anotó mi teléfono en un papel. En esos tres meses me armé una lista con los mejores 20 temas de Soda, los puse en el piso de mi habitación y los tocaba todos los días para estar conectado.
¿Te llamó?
Pasaron dos años, mientras, estaba parado en mi casa, esperando que sonara el teléfono. Fue ahí que me llama Walter Giardino diciéndome que Rata Blanca entraba en un impasse, que trabajaba en algo más hard rock, Temple, si no quería tocar con él. Fue un honor, porque no hay en la Tierra alguien que toque mejor la guitarra. Me presentó un proyecto increíble, con shows por España y Latinoamérica, pero le dije que no podía darle el sí porque iba a tocar con Cerati. “¿Pero ya hablaste?”, me preguntó. “No -le dije-, pero lo siento en mi corazón”. Después de eso pasaron seis meses más y nada. Lo terminé llamando yo a Walter y finalmente empezamos. Hicimos un disco alucinante, 5 teatros Maipo, y nos llamaron para hacer Obras y el estadio de Mar del Plata con Deep Purple, unos show que eran tremendos. Pero cuando iba en el taxi a aeroparque para ir a Mar del Plata me llama mi mamá: “Te acaba de llamar Gustavo Cerati, dice que lo llames”.
¿Cómo se lo comunicaste a Giardino y qué hablaste con Cerati?
Hubo una especie de enojo, pero Walter tuvo que entender. Cuando hablé con Gustavo quedamos en encontrarnos a la semana en su estudio. “Es hora de que nos juntemos a tocar y veamos cómo nos sentimos”, me dijo. Era tan fuerte, tan grande el sueño que me fui a una quinta en Castelar y me la pasé escuchando los discos de Soda. Fue como una concentración, un entrenamiento. Yo me tomo esto como un deportista, no fumo, no tomo alcohol, agua y Gatorade, soy una cosa rarísima.
Llegó el día de la prueba…
Estacioné mi auto 40 minutos antes, esperé, toqué el timbre y salió él. Yo ya sabía cómo iba a ser todo, lo había imaginado tantas veces… El tema es que yo había tocado con él toda la vida, era él quien no había tocado conmigo. Mi sueño eran cinco minutos, tocamos siete horas seguidas…
Estabas alucinado…
Salí de la batería tan satisfecho que me podía decir que sí o que no, ya estaba hecho. Nos sentamos con la banda y empezó a hablar de grabar, de hacer un show por mes, pero yo no entendía si me estaba incluyendo. De repente se hace un silencio, me mira y me dice: “¿Tocamos juntos?”. Tocamos dos años, el ‘99 y 2000, hicimos 70 shows con Bocanada, que fue su primer disco.
¿De qué manera vivís lo que le toca atravesar?
Lo voy a ver bastante, están esperando un milagro. Él no conecta, pero su cuerpo y sus órganos están perfectos. Hay siempre música a su alrededor y se mueve, son como impulsos, no es que le hablás y te responde con una mano, hace todo el tiempo como un movimiento con el hombro que es típico del guitarrista. Y tiene todos sus rulitos…
Martín Carrizo cuenta sus mil y una anécdotas hablando, gesticulando y actuando las situaciones. Uno podría escucharlo durante horas, porque las relata con generosidad, con humildad, con una intensidad que afirma su esencia de batero de heavy metal.
Escuela de rock en Nordelta
Ubicada en el cuarto piso de un edificio frente al centro comercial de Nordelta, la “School of Rock & Arts” de Martín Carrizo está equipado con instrumentos de última generación, una estética súper moderna, infinidad de momentos de su carrera enmarcados en las paredes y la música que no deja de sonar.
En el lugar enseñan guitarra eléctrica, bajo, canto, teclados y batería, combinando clases prácticas con ensambles generales, lo que crea un clima de show permanente. Además, tiene un mini estudio de grabación, dan clases de baile, comedia musical y yoga, entre otras cosas.
“En las salas de los diferentes instrumentos, todos ensayan la misma canción y cada tanto los juntamos para que desde el principio los chicos puedan sentirse como en una banda”, explica el baterista, que abrió la escuela hace tres años con un concepto de enseñar música como si todo estuviera funcionando de manera profesional.
A mitad y a fin de año se organizan grandes shows, donde los chicos pueden sentirse verdaderas estrellas, aprenden a lookearse, a divertirse, hay pantallas led de 7 metros donde se ven y se escuchan amplificados, fotógrafos y tres cámaras que los filman.
De esos shows nace un DVD donde ven materializado lo que trabajan en la escuela. “Es un poco la pelea a la Play -dice Carrizo-. La música es algo que los va a acompañar durante toda la vida, pero no quiero que por eso después sientan que tienen que ser músicos. Pueden ser arquitectos, pero siempre al costado del tablero o de la computadora van a tener su guitarra”.