En un capítulo de Los Simpson, Homero despunta el vicio del periodismo. Enamorado de la popularidad y deseoso de volver a ser aclamado, el entrañable personaje de Springfield decide inventar noticias. Una de ellas sostiene que el gobierno estadounidense usa las vacunas contra la gripe para lavarle el cerebro a la gente.
De la fantasía de la popular serie animada a la realidad hay un largo trecho. Sin embargo, en muchas ocasiones lo que sucede en ella se replica en la vida cotidiana. Y este caso es un nuevo ejemplo.
Durante los últimos años ha ido creciendo una tendencia contra las inyecciones que previenen y erradican enfermedades. Como si fuera una extraña secta religiosa, los defensores de esta teoría conspirativa se mueven por las redes sociales alertando a la sociedad de los supuestos daños que causaría la inoculación de los virus.
Este movimiento tiene su epicentro en Estados Unidos, donde proliferan las organizaciones y páginas que militan en contra de estas prácticas medicinales, aplicadas fundamentalmente sobre niños.
Sin embargo, el primer paso de esta cruzada contra los pinchazos surgió del otro lado del Atlántico, en el Reino Unido. Allí, el cirujano Andrew Wakefield publicó una investigación en la que sugería que existe una relación directa entre la vacuna triple viral y la aparición del autismo y ciertas enfermedades intestinales. Fue en 1998, en la revista especializada The Lancet.
Aquel argumento fue refutado, la publicación sacada de circulación y su autor sancionado por la poca fiabilidad del artículo. Pero la idea, a más de dos décadas, sigue siendo la principal bandera que enarbolan los grupos antivacunas.
También se escudan en justificaciones como que los antídotos traen mercurio en su interior, que fueron la causa inicial del SIDA y que provocan muerte súbita en los bebés, entre otras controvertidas teorías para no inmunizar a sus hijos.
“Estamos viendo cómo enfermedades que estaban parcialmente controladas, como el sarampión, están reapareciendo en un número importante de casos a nivel mundial”, alertó la jefa de servicios de Epidemiología e Infectología del hospital pediátrico Garrahan, Rosa Bologna, en un informe de Telenoche.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) considera que los antivacunas son, junto a la obesidad, la contaminación, el ébola, el dengue y el SIDA, las más grandes amenazas a las que el mundo se enfrentará en 2019.
“Es un fraude, la OMS es un lobby de los laboratorios. No es garantía de absolutamente nada”, retrucó Eduardo Yahbes, médico antivacunas, en el mismo informe televisivo. Al igual que él, varias “tribus” -personas que están en contra- deciden tomar partido en esta cuestión, aun arriesgándose a falsificar certificados escolares de sus hijos y ser intimados por la Justicia.
En la misma línea, la diputada nacional bonaerense Paula Urroz (Cambiemos) presentó un proyecto de ley para eliminar la obligatoriedad de las vacunas en el país. Increíblemente, logró cerrar la grieta: recibió críticas de todos los sectores políticos.
Actualmente, la tasa de vacunación de Argentina está cerca del 90%. El país tiene un calendario de 22 antídotos, lo que lo coloca entre las naciones con mayor cobertura en el mundo, según la OMS.
A su vez, a nivel global, la inmunización evita más de 6 millones de muertes al año, de acuerdo a un informe de Chequeado. Estos antídotos tienen la función de proteger a las personas a las que se les aplican y también a la comunidad: forman un efecto barrera, que impide que se enfermen quienes no pueden acceder a las mismas.
“Vacunarse es, al mismo tiempo, un acto de supervivencia personal y de solidaridad social”, se afirma en aquel artículo, firmado por Daniel Flichtentrei. Y es así: los pinchazos son molestos, pero el dolor momentáneo es el camino directo a la protección permanente.