Con la sensación del viento del fin del mundo aún golpeándoles la cara, las emociones a flor de piel y el flashback fresco de la experiencia más fuerte que vivieron jamás, Eduardo Villar, Leoncio Ávalos, Carmelo Romero y Claudio Mediavilla -todos 55 años- reciben a DIA 32 en el Centro de Veteranos de Guerra de Escobar a menos de 48 horas de haber regresado de un viaje histórico a las islas Malvinas.
Apenas se enciende el grabador, Villar toma la palabra. En tono de disculpa cuenta que su participación en el conflicto bélico no fue en el campo de batalla, combatiendo con el FAL en la mano, sino en el “rancho de tropa” -la cocina-, preparando las comidas para el batallón, como si esa tarea hubiera carecido de importancia. Entonces, prefiere retroceder en el tiempo, a la época en que hizo el servicio militar junto a Ávalos, con quien se conoce desde hace añares.
“Ir a Malvinas durante la guerra no fue algo que hayamos elegido. Habíamos jurado la bandera, lo que significa defender la Patria hasta perder la vida”, explica, al tiempo que recuerda que estaba en su casa de baja y le faltaban diecinueve días para terminar la colimba cuando supo que tenía que presentarse en su cuartel. Se tomó un colectivo y durante meses no volvió.
Por su parte, Ávalos cuenta que estaba de baja desde el 23 de diciembre del ’81, ya había tomado las riendas de su vida y trabajaba en una empresa de construcción en Campana. Lo fueron a buscar a su domicilio y tampoco tuvo opción. A Mediavilla le faltaban quince días para terminar el servicio militar, quedó acuartelado y al mes partió a la guerra sin siquiera poder avisarle a sus padres. Romero sí pudo contarle a su familia que se iba a Malvinas: le permitieron escribir una carta. Le quedaba solo una semana de servicio, pero marchó a las islas.
Tenían la disciplina militar inyectada en la sangre: desertar no era una posibilidad. A ninguno de los cuatro se le pasó siquiera por la cabeza. Además, no sabían adónde iban ni qué tendrían que hacer. Claro que corrían algunos rumores, pero nada que se hayan tomado muy en serio. “Ni nosotros ni nuestros jefes pensamos que realmente íbamos a la guerra, si no hubieran pensado en mejores estrategias para la defensa de las islas y los ingleses no nos hubiesen atacado de la forma en que lo hicieron”, sostiene Ávalos.
Villar habla nuevamente. Lo primero que le viene a la retina es que al llegar les dieron raciones de comida enlatada: poca y fría. Alimentos que de nada servían contra un viento fortísimo y la llovizna continua. Antes que cualquier otra cosa, había que organizar la forma en que prepararían los refrigerios. La cocina no había llegado, estaba varada en el Formosa, un barco que tuvo problemas mecánicos antes de llegar a destino.
Debido a ese contratiempo, durante los primeros días cocinaron en dos tachos de combustible. Al de 200 litros le hicieron un agujero por donde pasaron fierros largos para sostenerlo sobre el fogón. Como no lo podían limpiar después de las comidas, a la mañana siguiente el mate cocido salía con grasa. Bien o mal, así los soldados accedían a comida caliente.
“Éramos una compañía de apoyo en combate y teníamos que estar retirados de la zona donde había acciones bélicas. Pero a nosotros nos cagaron a tiros desde el 1º de mayo hasta el día de la rendición”, describe.
Recordar el pasado
La propuesta del viaje a las islas surgió desde el gobierno municipal. Cuando se abrió la lista para que los interesados en regresar se anotaran, la mayoría de los veteranos no creyó que fuera cierto, por lo tanto lo dejaron pasar. Otra gran parte de ellos no tenía intenciones de volver. Los cuatro que viajaron fueron los primeros en inscribirse, los únicos que se atrevieron, los que decidieron dejar de lado la rabia que les da tener que entrar a Malvinas con pasaporte de extranjero. Un trago tan amargo que algunos no pueden ni pasar.
Finalmente, el viaje sí tomó forma. El subsidio prometido por el intendente Ariel Sujarchuk llegó a principios de marzo y enseguida comenzaron los preparativos para que el sábado 10 los cuatro ex combatientes desembarcaran en el lugar. Al describir ese primer momento, ninguno lo hace con tristeza o dramatismo. Muy por el contrario, se ríen al contar las anécdotas de lo que acaban de vivir y se divierten como si volvieran de un viaje de egresados.
Sin embargo, allá los días fueron de sosiego, recordación y reconocimiento. La parte turística quedó en segundo plano. Uno de los objetivos era recorrer todas y cada una de las posiciones que ocuparon durante los 61 días que participaron en la guerra. Pero sobre todo entender dónde estuvieron, porque vivieron ese tiempo como a ciegas, sin reconocer el terreno que los circundaba ni entender el mapa.
Esta vez pudieron ponerse en el lugar del enemigo, no desde el corazón sino desde las ubicaciones geográficas. Quisieron comprender y verificar a cuántos metros de los ingleses habían estado en esas noches cerradas de batalla, cuando extendían la mano y no se la veían de tanta oscuridad. Solo reconocían el silbido violento de las balas fosforescentes que les rozaban los cascos y entendían que alguien había muerto cuando dejaban de escuchar su voz.
Ellos entraron en la acción bélica durante los dos últimos días del conflicto. Ávalos recuerda la muerte del sargento Jorge Alberto Ron, el primer caído del grupo. “Le decíamos el sargento loco, estaba siempre a los gritos, dando órdenes. En un momento de esa primera noche de combate, de repente, no se escuchó más su voz. Estaba protegido detrás de una piedra y no sabemos si fue un mortero o una bomba… Queríamos que amanezca para ver qué había pasado. Con la luz del día vimos que estaba a unos seis metros de su ubicación original, todo destruido. Ver eso no fue fácil”.
Difícil les resultó también reconocer los paisajes. Duro, ver que cada inglés caído está identificado con una cruz de metal en el lugar donde perdió la vida mientras los argentinos están todos en el cementerio Darwin. Y extraño no escuchar los estruendos de las bombas que todavía están grabados en sus cabezas. Sin embargo, también fueron capaces sentir algo parecido a la alegría. “Ver el lugar donde quedaron nuestros compañeros caídos me dio un gozo en el alma. Sé que desde allí están custodiando ese lugar. También me sentí muy bien porque pude ver la tumba de un soldado con el que combatimos juntos y quedó en un pozo de zorro”, expresa Romero.
Cuentan que durante la guerra vivían con miedo a no saber. La perversidad de los ataques consistía en disparar desde barcos o cañones a una distancia muy lejana o con los aviones que volaban a semejante altura que no los podían ver ni escuchar, por eso eran permanentemente sorprendidos por las bombas. Sin previo aviso. Sin decir agua va.
“Eso es lo que después más afecta a la cabeza, algo muy jodido para lo psicológico porque cuando caía la bomba movía la isla, pero no teníamos idea de dónde venía el ataque. Vivís con miedo. Siempre inquietos, porque fueron muchos días y noches de eso”, explica Ávalos.
Sacarse la bronca
Mediavilla habla poco, aún mastica algo de odio, se le nota en la mirada. Lo confirma cuando abre la boca: “Yo me descargué”, afirma. Cuenta que la noche que más recuerda es la del 13 de junio, la de su cumpleaños. Fue una de las batallas más terribles, los cercos marítimos, aéreos y terrestres ya habían sido estratégicamente ejecutados por los ingleses, que peleaban con su artillería más pesada.
Mientras en el país todos estaban muy preocupados porque Bélgica nos había ganado 1 a 0 en el Mundial de España, en las Malvinas se desarrollaban los combates finales. Faltaban horas para la rendición.
Hasta ese lugar llegó Mediavilla en este viaje. Quería verificar a cuántos metros habían estado realmente los ingleses, calculó que a unos 50 ó 70, no más. Una gran piedra le sirvió de escudo para protegerse de la lluvia de balas. No había escapatoria ni forma de avanzar. A él y a otro soldado les costó mucho volver a reunirse con el resto de la compañía. Los recuerdos de aquella noche son negros.
“Al ver ese lugar reviví todo de nuevo. Vi la cantidad de cruces que hay, todas de los ingleses, la gente les deja flores, fotos, botas y hasta botellas de whisky. Me di el gusto de plantar la bandera de mi unidad ahí. Agarré una de las botellas, me tomé lo que había adentro y grité que esos hijos de puta no se la llevaron de arriba. Brindé por mis compañeros de Malvinas y sentí que no todo fue en vano”.
Romero tiene un sentir más sereno: “Volver a Malvinas era mi sueño, mi anhelo. Para mí fue una alegría y no puedo dar más que las gracias”.
La guerra culminó el 14 de junio de 1982, tras 74 días de conflicto. Murieron 255 soldados británicos y 649 argentinos. Sin embargo, para quienes pelearon aún no acabó: “La guerra va a estar viva en nosotros hasta que nos apaguemos”, asegura Leo, quien haciendo un resumen del regreso a Malvinas, concluye: “Fue sanador”.
«Al ver ese lugar reviví todo de nuevo. Vi la cantidad de cruces que hay, todas de los ingleses, la gente les deja flores, fotos, botas y hasta botellas de whisky. Me di el gusto de plantar la bandera de mi unidad ahí.»
Un estandarte, una bandera y mucho revuelo
Hacer los trámites en migraciones les llevó un buen rato. A Leoncio Ávalos le revisaron la valija en la aduana y le encontraron un estandarte que en letras bien grandes llevaba el mensaje de “Prohibido Olvidar”, junto a una bandera argentina. El hallazgo provocó un gran revuelo en el aeropuerto.
En las islas ya hubo unos cuantos incidentes con ex combatientes que desplegaron banderas celestes y blancas o realizaron pintadas en alusión a la soberanía argentina. Frente a las quejas de los moradores que dicen sentirse profundamente perturbados por ese tipo de actitudes, en varias ocasiones la Asamblea Legislativa de las Falkland estuvo a punto de tratar una ley específica que las prohibiera, pero la idea aún no se concretó. Lo que sí piden es no llevar objetos que puedan ocasionar enfrentamientos.
El tema es que cuando encontraron el estandarte y la bandera de Ávalos, el agente aduanero se horrorizó: “Esto es lo que acá ofende, gritaba el chileno que me atendió y salió corriendo con el estandarte en la mano”. Después de un largo rato de espera lo dejaron pasar con todo, pero le hicieron firmar unos documentos comprometiéndose a no sacar fotos con esos elementos en las islas y muchos menos subirlas a las redes sociales.
Pero “Leo” fue dominado por su espíritu rebelde: “Lo primero que hice fue desplegar la bandera en el cementerio de Darwin, sacar fotos y mandárselas a todo el mundo”, comenta, risueñamente.