Al fondo de El Cazador, donde la avenida Kennedy se topa con la rotonda Victorica, se encuentra uno de los tesoros mejor guardados de la zona. Por fuera es una casa común y corriente, con un gran parque, donde se encuentra el galpón de madera que alberga al Museo del Vinilo. Traspasar sus puertas es como entrar en otra dimensión. Incluso a las tres de la tarde de un feriado lluvioso y triste, ahí dentro la música suena como si fuera Fiebre de Sábado por la Noche.
El lugar está vacío, pero eso no impide que las piernas de Tina Turner se muevan frenéticas en la pantalla gigante. Las luces de colores están encendidas y una pared de veinte metros de largo se encuentra cubierta con discos de vinilo que abarcan todos los géneros desde la década del ‘70 en adelante.
El creador de esta burbuja terrenal dedicada a homenajear la música es Raúl González (51), un disc jockey que a sus cortos 12 años ya sabía que su misión en la vida sería hacer bailar a la gente. Dice que siempre tuvo su mente puesta ahí. Como suele pasar, empezó bien de abajo, de tiracables y cargando bafles en una empresa de musicalización. A los 17 ya era profesional.
“La primera fiesta en la que me largaron solo fue un casamiento griego en el Hotel Alvear. Me acuerdo que rompían los platos y yo no entendía nada. Desde aquel momento hasta hace algunos años, que me jubilé porque perdí el oído, no paré”, le cuenta a DIA 32.
En esa época comenzó a comprar y coleccionar los discos que actualmente visten las paredes de su museo. Asegura que aún hoy los sigue adquiriendo entre coleccionistas y en ferias. “Tengo de todo, desde Peter Frampton hasta Sandro. Es la música que se escuchó desde el año 70”, afirma González, dueño de una discoteca de más de mil vinilos, de soul, reggae, funky, disco, tango, rock nacional y folklore. Entre tantos discos hay varias rarezas, como una edición limitada de la Biblia según Vox Dei.
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Pero su pasión por la música se extiende más allá de los discos y del sonido que de ellos emana; incluye también una serie de aparatos que van desde las primeras vitrolas, Wincos y combinados hasta la bandeja magnética de los años 80. Develar esa muestra es una deuda pendiente para Raúl: “Es muy difícil lograrlo porque la gente toca todo, pero en algún momento diseñaré un espacio donde las cosas no queden al alcance de la mano”.
Cuando se le consulta qué quisiera que pase en el futuro con su original propuesta, González plantea como prioridad que los chicos, grandes neófitos en la materia, conozcan los albores de una tecnología que les es completamente desconocida. “Los pequeños vienen y me preguntan: ‘¡¿Usted pasó música con esto?!’ Como si yo fuera un cavernícola. Me gusta darles charlas y enseñarles cómo se mezcla con las bandejas. Pasar música con vinilo es un arte, muy distinto al compact”, sentencia el melómano cazadorense.
Este lugar, apartado de la ciudad, escondido casi al borde de las barrancas, funciona también como un espacio de fiestas y casa de té. Allí se celebran desde casamientos y cumpleaños hasta almuerzos con los jubilados los domingos al mediodía.
Es aquí donde Carmen, la mujer de Raúl, entra en escena. Ella se encarga de preparar las comidas y él de la “parte pesada”, como la parrilla y el horno pizzero. Belén, su hija, se ocupa de las meriendas de la tarde.
Como buenos anfitriones y organizadores de festejos, no dejaron nada librado al azar: hay pileta, área abierta, parrilla, quincho y barra al aire libre, todo girando en torno al museo de los viejos discos de pasta.