Alberto Ferrari Marín es una de las personalidades más notables del distrito. Participó de su fundación y lo gobernó durante siete años, en una gestión que el tiempo juzgó ejemplar. Anécdotas y pensamientos.

Tanto va el cántaro a la fuente… que Alberto Ferrari Marín le abrió a DIA 32 la puerta a una entrevista que quizás merezca quedar en el baúl de los recuerdos. No solo por su historia personal sino porque la obra que ha edificado a lo largo de su vida ocupará una página central en el libro que el distrito alguna vez escriba.

¿Cómo es la vida a los 89 años?
Desde diciembre que anduve entre médicos y estudios, porque tengo problemas de deglución, pero ahora estoy bien, aumenté cinco kilos. Cada día tiene sus matices, siempre hay cosas que hacer. Leo mucho, que me gustó toda mi vida; recibo visitas, de noche miro televisión. Después de haber estado tanto tiempo metido en el colegio y la Municipalidad, yendo de acá para allá, esta pausa se disfruta bien.

¿Qué recuerda de aquellos tiempos?
Hubo una etapa en la que estaba en el colegio Belgrano a la mañana, almorzaba dos bocados en casa, agarraba el tractor y me iba a arar al campo, al costado del colegio de los curas, donde me agarraba la noche. Cuando entré a la Municipalidad, el campo lo dejé para los fines de semana. Yo era el intendente pero me podían encontrar ayudando a una vaca en el parto. Viajaba a La Plata dos veces por semana y a la vuelta paraba en Pacheco, donde durante seis años tuve cátedras de Merceologia y Botánica en colegios secundarios. De ahí volvía a Escobar a medianoche, pero a las 7 de la mañana estaba en la Municipalidad. Aquellos alumnos venían de barrios que eran como villas miseria y la verdad es que nunca conocí chicos tan buenos y cariñosos. Me decían cosas que no se oyen por otros lados. Tengo un montón de cartas de cuando me retiré.

¿Extraña haber abandonado la actividad?
Pensé que iba a ser más problemático. Me acuerdo que cuando estaba por retirarme del colegio decía: “me voy a buscar otro trabajo, en mi casa no quiero estar”.

Escobar, ayer y hoy

1959, ¿el tránsito hacia la independización se vivía con euforia?
Había interés y conciencia de que era algo que se venía. Pero euforia no. Escobar no es muy eufórico que digamos…

¿No hubo siquiera un bocinazo aquel 8 de octubre?
No hubo nada. Distinto hubiera sido si eso le tocaba a Pilar…

¿Y usted cómo lo vivió?
Yo estaba metido en el colegio…

Si Escobar todavía fuera parte de Pilar, ¿cómo cree que se hubiera desarrollado?
Independizarse de Pilar fue determinante, porque haber adquirido personalidad independiente exige a los habitantes trabajar y hacer crecer lo que tienen entre manos. Cuando dependés de otro, no hay nada que te acicatee. Pero nunca esperamos que se fuera a desarrollar como lo ha hecho.

¿Qué Escobar le gusta más? ¿El actual o el de antes?
Fueron distintos. Añoro el de los ’40, cuando yo tenía unos veinte años. Era un pueblo, un pueblito. Los sábados íbamos a las matinés a las 7 a Sportivo o a Boca y a las diez de la noche apagaban las luces, tomábamos una cerveza y nos íbamos contentos.

¿Cuándo notó que Escobar dejaba de ser un pueblo para convertirse en ciudad?
No sé si vengo atrasado, pero lo estoy notando recién ahora.

Política y gestión

¿Qué lo hizo incursionar en el peronismo en 1943?
Perón era un tipo que venía a establecer un nuevo orden, un cambio en la sociedad, a darle a la gente los derechos que les correspondían, sobre todo a los humildes. Tendríamos que hablar de la buena nueva que trajo, como quien viene a clavar una pala en la tierra para hacer. Perón tenía mucho de la doctrina de la Iglesia, que era lo que a noso­tros, los católicos, nos atraía.

¿Cómo se produjo su asunción en la Intendencia, en 1966, tras el golpe de Onganía?
¿Cómo llegué? Misteriosamente. Lo sabía más la gente que yo. Desde La Plata le enviaron un telegrama al comisionado que estaba al frente de la Municipalidad encomendándole que me ofrezca el cargo. Me tomó por total sorpresa, máxime que en esos días se corría la voz de algunos nombres que podían llegar a ser intendente, como Justo Ballester y Lito Biglieri, más otros que habían ido a ofrecerse a La Plata. El militar me pintó muy mal la situación, me dijo que la Municipalidad estaba empeñada y me aconsejó que no aceptara. Yo le pedí 24 horas para pensarlo. Al día siguiente, que era domingo, fui y dije que aceptaba el ofrecimiento. En ese momento, a partir del cual ya era intendente, solo estábamos el militar, Pedro Verán, que era subsecretario y fue comisario de Escobar, que hizo el acta, un hermano y una cuñada mia.

¿Por qué aceptó?
En mi casa me decían que no acepte, pero yo veía que se podían hacer cosas por el Escobar que tanto quiero. Fue una vocación de servicio, nada más.

¿Sintió algún prurito por el hecho de que fuera un gobierno de facto?
Es que era tanto el malestar, que había en Escobar con las autoridades que alguien tenía que meterse para salvarlo. Había un gran enojo porque se quería hacer un proyecto de cloacas sin planta de tratamiento y los líquidos iban a ir a parar al bañado de El Cazador. Yo agarré de puro corajudo, ni siquiera sabía con quién iba a trabajar.

¿Y cómo formó su gabinete?
Como la misma revolución que me puso a mi lo sacó a Calixto Dellepiane en Campana y su secretario de Obras Públicas era un amigo mío, lo fui a buscar y lo traje. Después tenía un amigo abogado en Martínez, otro que era juez civil en Buenos Aires. Con ellos, y el viejo Verán atendiendo a la gente, hice un equipo.

¿Así que exportó funcionarios?
Esa fue la lucha que tuve, porque gente a la que echó el militar me hizo la guerra, con denuncias en La Plata y cosas así. Pero no sabían que allá se responsabilizaban absolutamente de mi gestión.

¿Cree que pudo lograr ese objetivo de “salvar a Escobar»?
Creo que lo que tuve que hacer lo hice, con mucha vocación, con mucho cariño y con mucho sacrificio.

¿Qué sensación lo recorría al dejar la Intendencia?
No estaba ni feliz ni triste, como soy yo. Estábamos en el despacho con mi madre y al lado, en el Concejo Deliberante, estaban haciendo la asamblea. Cuando terminaron juró el nuevo intendente y vinieron a firmar el acta de toma de posesión. Yo salí y me crucé al colegio.

¿Conservaba el mismo apego por la sociedad?
El mismo, seguía andando por el pueblo como antes. Después, la construcción del colegio me ocupó y tal vez era lo que necesitaba para no extrañar tanto la Municipalidad. La quería de tal manera que iba hasta los domingos a la mañana…

¿Qué representó ese tramo de su vida en la función pública?
Me dio mucho conocimiento de la gente y la satisfacción de hacer cosas. Tal vez las sobrevaloro, pero siempre lo que uno produce genera alegría y la conciencia de haber cumplido con el deber. Yo me metí con pasión, de otra manera hubiese seguido en el colegio, si ahí estaba bien, contento. El colegio y el campo eran mi meta.

¿Por qué rechazó los ofrecimientos politicos que tuvo después?
De mi parte nunca hubo un intento de regreso. Patti quiso convencerme de que fuera candidato a concejal, pero yo entendí que ya había hecho mi aporte.

El hito del Belgrano

¿Una imagen que le haya quedado grabada de la historia del instituto Belgrano?
Recuerdo que a mi regreso de un viaje que había hecho a Francia, mi amigo Cappello vino a saludarme y me contó que iba a fundar un colegio. Le contesté que estaba loco. Escobar no era ni lo que hoy es Matheu, no tenía población. Además, estaban el colegio nacional de Zárate y la Normal de Campana, que eran dos colosos. El ideal de las familias era que la chica estudiara corte y confección y el varón vaya a trabajar. Los más pudientes podían viajar para seguir estudiando.

¿Qué impulsó a Cappello a tomar semejante riesgo?
Bueno, él era así, quería mucho a Escobar. Mucha gente se mataba de risa de que intentara abrir un colegio secundario. Decían: “A estos locos, cuando venga la inspección, les cierran el colegio”. Pero había que creer o reventar. Esto se hizo todo a pulmón, nació de la osadía de Cappello y después lo fue haciendo el pueblo con tres rifas de autos.

La previa al primer día de clases, ¿cómo fue?
Ese año hubo una epidemia de polio y las clases empezaron el lunes 5 de abril. Nosotros confiábamos en que la Provincia nos prestara la actual EPB N° 1 en horario nocturno, pero a último momento nos enteramos que el colegio, por ser privado, no podía funcionar dentro de un edificio público. Entonces Cappello puso una casa que tenía en alquiler, que constaba de un salón a la calle, al que yo llamaba “aula magna”, donde entraban unos cincuenta chicos. En las otras dos habitaciones estaban la sala de profesores y la dirección. Y en la cocina, chiquita y de mosaicos colorados, la secretaria. El único baño que había era para todos: varones, mujeres, profesores. Y teníamos bomba de agua manual. No podríamos haber empezado más de abajo.

¿De qué manera consiguieron conformarla matrícula inicial?
Empezamos por hablar con cada una de las directoras primarias, que nos dieron las listas y nosotros empezamos a visitar a las familias, casa por casa. Entre otros alumnos recuerdo que, en Loma Verde, fuimos a ver a Fernando Valle, que conseguimos que haga el secundario y luego fue intendente. Que llegara la epidemia de polio nos dio tiempo para seguir buscando chicos, que no era fácil. Pero Cappello, que era un abogado muy conocido en el pueblo, peleaba a los padres que se negaban. Así pudimos juntar cincuenta chicos, de los cuales empezaron cuarenta y cinco. Por eso Cappello, que era muy chistoso, los llamaba “los 45 del ‘54”.

¿Qué sintió en su último día en el colegio?
La verdad es que no sabía qué iba a hacer al día siguiente. Ya llevaba 53 años ahí. ¿¡Cuántas veces tendría que haberme ido!? La desgracia es que tuve que ponerle llave a la puerta de la dirección, que siempre la dejaba abierta y en la que nunca faltó nada… (se detiene, con la garganta anudada)

¿Fue uno de los momentos más tristes de su vida?
Triste no… sabía que mi misión había terminado.

Para siempre

Si cuando Escobar cumpla cien años pasaran una grabación suya, ¿cuál seria su mensaje para esas generaciones?
El amor por la tierra que los vio na­er. Y trabajar, hacer cosas para el bienestar de la comunidad.

¿Y cómo le gustaría que lo recuerde la historia?
Como una persona honesta, que ofreció su vida por el progreso del pueblo que lo vio nacer. La noche que me accidenté y me rompí todo en Benavídez, que por eso soy rengo, sentí que algo había, que alguien me acompañaba. Y en el momento que me hice cargo de la Comuna ofrecí mi vida por Escobar, no verbalmente sino de todo corazón. Por eso quienes me combatieron no sabían qué había en mi persona y de mi intencionalidad. No sé si seré ingenuo, pero en mis actos nunca hubo algo estudiado ni un interés material, siempre busqué el bien de mi comunidad. No estamos para nada, cada uno tiene una misión en la tierra. Y yo siento que cumplí la mía.

Perfil

Alberto Ferrari Marín ha vivido con tanta intensidad sus 89 años que resumir esa trayectoria se hace difícil. Nació el 29 de marzo de 1920, hizo la primaria en la actual escuela 1 y en la secundaria fue pupilo del estricto instituto salesiano San Carlos, en Almagro, al que debe sus profundas creencias católicas. Se recibió de ingeniero agrónomo en la FADU (UBA). En 1953, junto al doctor Enrique Cappello fundó el primer colegio secundario del distrito, del que fue rector durante cinco décadas. Sólo dejó ese cargo entre 1966 y ’73, para desempeñarse como intendente en una Municipalidad con poco más de cien empleados. Durante su gestión, por ejemplo, se construyeron redes de agua corriente, cloacas, la terminal de ómnibus, el actual CEF N° 37, delegaciones municipales, escuelas medias en Garín y Matheu, el jardín japonés -mérito de la colectividad-, fueron entubados varios barrios y se creó la Dirección de Cultura, toda una marca de su orientación progresista.

Rigor selesiano

¿Cómo era un día en el colegio San Carlos?
La vestimenta era un guardapolvo gris y alpargatas. Pero los jueves, que teníamos las dos horas de visita de la familia, nos poníamos traje y zapatos. Todos los días nos levan­tábamos a las 6.30, teníamos misa a las 7, a las 8 el desayuno, después media hora de estudio en un salón muy grande y de ahí clases, a las que Íbamos bajando las escaleras en fila y cruzando el patio en silencio, porque estaba prohibido hablar. A las 12 el almuerzo, de 1 a 2 el recreo, donde los curas jugaban al fútbol con nosotros; otras dos horas de clase, la merienda y después estudiábamos hasta la cena, que era a las 8. De ahí, a dormir. Había disciplina. No se estaba “al pedo”, como se dice comúnmente; te formaban. Y a mí me formó el carácter.

¿Diría que era un rigor necesario o exacerbado?
No, yo creo que era necesario.

El auto, la política y La Nación 

“Siempre me gustó el auto, tenerlo a mi servicio. Pero no para correr”, aclara Ferrari Marín, que antes también disfrutaba de la equitación como hobbie. Le interesan los deportes en general y en fútbol es “de Boca, pero no fanático”’. En la tele ve programas políticos y documentales de ciencia. “A veces también Tinelli”, sorprende. Lee La Nación “y todo lo que sea prensa local, que hay bastante”, acota con acierto. Le cuesta recomendar un solo libro, aunque se decide por Flor de durazno, de Hugo Wast. Y según aseguró con gratitud, un gusto actual fue haber recibido en su casa a DIA 32. Un caso de reciprocidad, porque haber roto su promesa de no dar más entrevistas -“pudor por la edad” digamos, respetuosamente- ha sido un privilegio periodístico.

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