Por FLORENCIA ALVAREZ
falvarez@dia32.com.ar
El concepto de restaurante a puertas cerradas puede sonar novedoso, aunque no lo es tanto. Comenzó a desarrollarse en ciudades como Nueva York, París y Madrid, y también en lugares como Cuba, donde los llamados “paladares” no son otra cosa que hogares de familia donde se da de comer. Se trata de casas que abren sus puertas para darle la bienvenida a todo aquel que tenga ganas de almorzar o cenar afuera pero en un ambiente íntimo. En espacios donde no caben más de veinte personas y quien cocina se dedica minuciosamente a pensar y armar un menú especial para cada ocasión.
En la ciudad de Buenos Aires, la idea empezó a tomar fuerza a partir de la crisis de 2001. Muchas personas que se defendían en la cocina y contaban con un lugar acogedor se lanzaron a la aventura de preparar comidas e invitar gente a comer, que al principio eran amigos, por un precio mucho menor de lo que le cobrarían en un restaurante.
Más tarde fueron los chefs, ya profesionales, quienes vieron que ahí había otra oportunidad y que el desafío está en hacer sentir a los comensales como en su casa, pero muy bien atendidos, ofreciéndoles una propuesta gourmet, alejada del ruido y los apuros típicos de cualquier lugar de comidas tradicional.
Hoy la tendencia se encuentra en plena expansión y no hace falta salir del distrito para encontrar un amplio abanico de opciones. A estos sitios se llega a través del boca a boca, las redes sociales o por invitaciones especiales. Suelen funcionar una vez por mes o cada quince días y, eso sí, es fundamental llegar con una reserva.
Marina Bartolomé, una joven chef de la zona, comenzó a trabajar profesionalmente en Perro Negro, en Maschwitz. Cuando se mudó a Palermo se enteró de los restaurantes a puertas cerradas, que en ese entonces eran mucho más secretos que ahora. Se fascinó con la idea, pero siguió cultivando experiencia en varias cocinas palermitanas hasta que en 2013 inició su propio emprendimiento en la casa donde se crió, en la cocina donde aprendió a cocinar, practicó y se equivocó infinitas veces.
“Recuerdo charlas con mi madre, Ana María, en las que fantaseábamos con un pequeño restaurante, de no más de 25 cubiertos, con platos frescos, variados, hechos de la manera que a nosotras nos gustaban. Esta idea de no atarse a una gran carta con mil opciones sino algo más dinámico, divertido y creativo”, explica a DIA 32.
El menú va cambiando en cada encuentro. Son tres pasos fijos: entrada, plato principal, postre y café. En Ana -el nombre del restaurante es en honor a su madre- ofrecen una pequeña pero cuidada selección de vinos, cerveza artesanal de diferentes variedades y limonada casera hecha en el momento. El pan también es de elaboración propia y todos los productos son frescos. “No hay ningún tipo de comida que quede fuera del menú. Combino lo aprendido en viajes y trabajos, invento, tomo un poco de cada tipo de cocina, francesa, italiana, china, india, latinoamericana”, comenta.
Marina define un restaurante a puertas cerradas como una combinación de lo familiar que tiene una comida en casa con la experiencia de un cocinero profesional. Dice que es como un evento privado, con un servicio dedicado, casi personal por la poca cantidad de comensales que se permite.
El tipo de clientes varía entre amigos, familias, parejas y grupos de parejas. “No tenemos limitaciones a la hora de la admisión. También hemos hecho despedidas de año, cumpleaños o cualquier otra ocasión que se quiera festejar con buena compañía, rica comida y en un ambiente relajado”.
Claro que Ana no es la única opción que hay en Maschwitz y alrededores. Unami, en Maquinista Savio, es otra opción. Puerta Verde, Cocina Escondida y otros lugares, que de tan secretos es difícil identificarlos, funcionan o funcionaron por la zona. Es que otra de las características de estos sitios es que cierran o abren sus puertas por temporadas. Para conocerlos, hay que estar atentos.