Las mellizas Ángela y María tenían 9 años cuando sus padres, Enrique Borgogna y Margarita Durán, llegaron a Belén de Escobar en la década del ‘50 y se instalaron en una casa frente a la fábrica D’Acunto. Ubicada en el barrio Philips, con la entrada por la calle Sarmiento, entre Murillo y Galileo, esta industria funcionaba desde 1911. Se dedicaba principalmente a la fabricación de ladrillos huecos y estaba instalada estratégicamente en la ruta del ferrocarril que une Campana con Buenos Aires, un ramal inaugurado en 1875.
Además de ser reconocida por su gigantesca chimenea, que tenía unos 70 metros de altura y era una referencia para los viajeros de aquellos tiempos, que la veían a lo lejos a través de las ventanillas del tren, la D’Acunto fue de las primeras empresas que comercializó un producto manufacturado en una zona que a principios de siglo XX se dedicaba más bien a la producción ganadera. Para eso empleó a muchos pobladores escobarenses: padres, abuelos y bisabuelos de actuales vecinos.
Mientras Enrique Borgogna trabajaba en la fábrica, “Lo de Margarita” funcionaba como un bar almacén. Allí se vendían cigarrillos y se preparaban comidas y tragos para los obreros, que también se sentaban a jugar a las cartas. “Además, le lavaban la ropa a algunos. Margarita manejaba el negocio junto a mis abuelas mellizas y mi tío abuelo, que ayudaban”, cuenta Lorena Rosana Rodríguez, vecina de Escobar y profesora en Letras.
Probablemente Anselmo Oscar Pessano, más conocido como “Chuchu”, se habrá sentado a tomar algo en el bar que atendían los antepasados de Lorena, ya que era el único en el barrio. “Mi padre era empleado de la Viña La Victoria y dejó ese trabajo para ir a la fábrica D’Acunto, porque era una mejor posibilidad. Esto habrá ocurrido a fines de los años 30, principios de los 40. Yo todavía no había nacido”, cuenta Matilde Emma Pessano.
De la misma manera, Pablo Vacirca e Irineo Herrera -a quien llamaban Juan, porque no le gustaba su nombre- habrán sido buenos clientes de los Borgogna. En las jornadas laborales compartidas, nunca sospecharon que más tarde los unirían cuestiones familiares. “Yo era chica, mi papá me contaba que había trabajado en la D’Acunto. Es más, por esas casualidades, mi suegro también. Eran compañeros… Juan vivía en Sarmiento y Urbino”, relata Ana María Vacirca.
En su libro Historia de los inmigrantes italianos en Escobar, Juan Pablo Beliera registra que la fábrica D’Acunto fue cerrada en 1976 y que la famosa chimenea se mantuvo en pie hasta 2003. Sobre sus dueños, cuenta que tenían una segunda industria en Cortines, un pueblo cercano a Luján. Esteban Garetto, Miguel D’Acunto, Roque D’Acunto y Armando Leonarduzzi -el único radicado en Escobar, desde sus 18 años- administraban la empresa del barrio Philips.
“La instalaron en 1911, en medio del campo, pegada a las vías. Escobar tendría unos 5.000 habitantes en ese tiempo. La ruta 9 recién se asfalta en 1936. El camino vecinal era la calle Sarmiento, que llega justamente hasta D’Acunto. Y ahí está el ferrocarril. Hay versiones que dicen que había un desvío para cargar los ladrillos. Calculo que tendrían 300 operarios y probablemente la mayor parte de ellos era de la zona. Sin embargo, también podían venir en tren desde Maschwitz, Escobar, Otamendi, Campana y Río Luján”, amplía Beliera a DIA 32.
Crecer en la fábrica
A Javier Torres (34) no se lo contaron, él creció mirando la chimenea y correteando entre los hornos de ladrillos. Su abuelo, Ricardo Torres, alias “Cacho”, y su abuela, Fermina Rojas, vivían a una cuadra de la D’Acunto. Más tarde fueron caseros de un chalet ubicado en el mismo terreno de la empresa.
“Primero fue una fábrica de ladrillos huecos, luego presentó quiebra y pasó a ser una metalúrgica que finalmente fundió”, explica Javier, que vive en Escobar. De acuerdo al testimonio de su abuela, allí también producían baldosas de 10×10 y unos zócalos que no tuvieron mucho éxito. Además, se vendía polvo de ladrillo y caños esmaltados que traían de una sucursal de Luján.
“Cacho” era camionero y empezó a trabajar para D’Acunto en 1958. Cuando cerró, los dueños se trasladaron a Luján y lo dejaron a cargo del cuidado del lugar. “Para mi familia y para mí, que me crie con mis abuelos, fue la mejor infancia: recorríamos el lugar todos los días, nos metíamos en los hornos a jugar con mis hermanos. Vivimos 25 años en el chalet, como caseros. Nos fuimos porque mis abuelos estaban grandes. Y ahora mi tío es el casero. La propiedad no se vendió y está en buen estado”, asegura.
Su abuela Fermina tiene 89 años. “Cacho” falleció a los 86, en 2017. Excepto por el chalet, que el nieto de Torres recuerda con nitidez y gratitud en medio de las calles de tierra y en un barrio con pocas casas, todo el resto ya no está. Según él, la fábrica fue demolida en su totalidad en 2002.
Como la mayoría, rememora su insignia: “El lugar fue conocido, incluso después de quedar abandonado, por su famosa chimenea. Muy similar a la de El Cazador, pero en volumen mucho más grande”. Su testimonio enriquece la historia de este lugar, donde se habrán encontrado, horneando ladrillos o jugando a las cartas en “Lo de Margarita”, muchos ancestros de familias escobarenses.
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