Por DANIEL BIANCHI
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Las personas tienden a ser muy desconsideradas con la urbanística. Con empeño o pasión o quién sabe qué criterio, alguien imagina nuestro paso por una ciudad: qué se verá primero, qué estará cerca de qué o los siempre intricados caminos para atravesar la plaza central. Pero inmediatamente aparecen las huellas en el césped que, a menudo con desesperante atino, poco caso hacen al diseño y cometen la barbaridad de unir dos puntos con una simple recta. Eso es la experiencia, la costumbre, la picardía y el secreto a voces del que goza cualquier lugareño.
El carrito “del kilómetro 49 y medio” tiene algo de huella de plaza. A sólo dos cuadras de la entrada a Belén de Escobar, se las arregla para ser conocido por todos, pero a la vista de casi nadie.
Su origen se remonta a un bendito día de 1980, en manos de una pareja de San Andrés de Giles que entre sus varios hijos contaba al pequeño Diego. Se instalaron en la YPF del parador La Torre y allí estuvieron varios años disfrutando de la nula competencia: para comer en otro carrito había que desviarse hasta Matheu.
Un lustro después, Orlando y su esposa decidieron comprar un terreno sobre la calle Intendente Larghi -más conocida como “ruta 9 vieja”- y allí sigue apostado el mismísimo carrito que de lunes a sábados reúne comensales para nada azarosos; pero ahora bajo la tutela de Diego Faccini.
Él está ahí desde casi siempre. De chico se encargaba de las botellas: las acomodaba o las rompía. El resto del tiempo jugaba, cuando no quedaba hipnotizado por el crepitar de las rojas brazas y el chillido de la grasa en la parrilla. Así aprendió a hacer unos sándwich de vacío que ¡mamma mia! Algunos dicen que hay grandes secretos para eso, pero Diego lo desmiente sin titubear: “Después de haber quemado diez kilos de carne, ahí aprendés o aprendés”.
En un mediodía promedio, cualquiera puede ir y pedir un clásico choripán, vacío en sándwich o al plato, riñones, morcilla, chinchulines y acompañarlos con ensalada mixta o ajíes en vinagre. La simpleza del menú acompaña también un código: si alguien pide pollo o asado es porque está de debut.
En ese mismo mediodía también se puede ver un público muy variado, aunque mayoritariamente masculino. Para delicia de cualquier sociólogo, el consumo en el popular carrito escobarense atraviesa las clases sociales y reúne a obreros extenuados que llegan para recargar energías con ejecutivos de saco de lino que hacen malabares para que ‘el chimi’ no salte en la camisa Ralph Laurent.
Mientras tanto, las charlas cruzadas sobre fútbol, política, el trabajo o la familia no se hacen esperar.
Alguna vez un atrevido le preguntó por qué no hacía un restaurant. Su respuesta fue breve, clara y contundente: “Porque se pierde la esencia”, ese contacto con clientes frecuentes que hacen que cada día tenga algo único, a pesar de los 34 años de poner, jornada tras jornada, carne a la parrilla.
Para él, ahí está la diferencia: “Uno trata de atender de la mejor manera, la mercadería es de primera y va todo de la mano. Por ahí vas a un restaurant caro y es todo muy lindo; pero si comés mal, no volvés”.
Diego no se preocupa demasiado por el futuro. “Con 45 años todavía me queda cuerda”, confía. Además, sabe que está en lo suyo, que mal no le va, que hay algo de legado en mantener el carrito y que a ninguno de sus dos hijos les cargaría el peso de seguir la posta; porque esas, para suerte de muchos paladares, fueron algunas de sus decisiones.