Por FLORENCIA ALVAREZ
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Las cosas innovadoras siempre parecen descabelladas. Para convertirse en realidad necesitan de alguien perseverante que crea y trabaje firmemente en ellas sin escuchar las críticas ajenas. Si no fuera así, con cuántas cosas menos contaríamos. José Ortega y Gasset decía: “En tanto que haya alguien que crea en una idea, la idea vive”. Pero la realidad es que si no son ejecutadas, las ideas no son nada.
A Guillermo Sigmund (68) no le importó cuando sus amigos le decían que estaba loco al pretender construir un pólder holandés -una especie de dique de tierra que evita que los terrenos se inunden- en medio de unos bañados sobre la ruta 25, casi al lado del río Luján. A él le llegó una idea y trabajó durante 17 años para hacerla realidad, y otros 20 para mantenerla en pie.
Corría el año 1973 y en ese lugar no había nada. Sigmund era un cardiólogo que soñaba con otro estilo de vida. Vivía en Capital y atendía a un paciente tras otro, pero no era eso lo que quería para el resto de sus días. Después, como suele suceder, el destino quedó en manos de la casualidad. Un conocido le contó la historia de un grupo de holandeses que habían querido venir a instalarse a Escobar. Formarían una colonia de cien familias que se dedicarían a la agricultura en 1.500 hectáreas inundables en las cercanías del Paraná.
Eso fue hace 60 años, cuando las cosas no iban muy bien en los Países Bajos y estos holandeses se enteraron que Argentina contaba con excelentes condiciones para trabajar la tierra. Antes de lanzarse a la deriva, enviaron una comisión investigativa para que hiciera los números, evaluara su viabilidad y despejara el terreno.
La comisión arribó al país buscando suelos inundables. Ellos manejan muy bien el agua, porque más del 60% de la superficie de Holanda tuvieron que ganársela al mar. Se decidieron por Escobar, porque a través del Luján, en media hora de barcaza, llegaban al Puerto de Frutos de Tigre, que se había convertido en un punto neurálgico de abastecimiento a Buenos Aires. Les resultaba ideal para lo que querían hacer. Además, se quedaron asombrados por la fertilidad de la tierra y porque no tendrían que utilizar fertilizantes ni cal para neutralizar la sal del mar, ya que su desafío eran las aguas dulces del río. Incluso, las cuentas les dieron totalmente a favor. La inversión podría recuperarse en cinco años.
La comisión regresó a Holanda con el visto bueno. Habían encontrado la tierra prometida. Pero cuando volvieron para comprar los terrenos no podían creer que en Argentina todo hubiera cambiado, desde los funcionarios hasta las políticas económicas. Ahora, en vez de cinco, necesitarían veinte años para amortizar la inversión. Conclusión: desistieron del proyecto.
Sin embargo, el trabajo que realizaron quedó registrado en un libro que se guardó en el INTA. Fue el que años más tarde caería en manos de Guillermo Sigmund. Cuando se enteró de la historia quedó fascinado y decidió que, en homenaje a aquellos holandeses, realizaría un pólder en miniatura -de diez hectáreas- unos kilómetros más al sur del lugar elegido por los colonos. Solo que él no lo creó como un sitio donde desarrollar la agricultura sino como un espacio turístico.
“Por eso siempre digo que este es un emprendimiento que nació de una frustración”, sostiene el cardiólogo, que nada tiene que ver con Holanda. Es austríaco, nacido en Salzburgo. “Como el proyecto se encogió porque yo compré 40 hectáreas e hice el pólder en 10, lo bautizamos Pequeña Holanda”, explica.
Relax y diversión
Desde 1989, el público que visita Pequeña Holanda puede disfrutar de un día de campo durante los fines de semana. Cuenta con múltiples opciones de esparcimiento: alquiler de bicicletas, caballos y kayaks; una piscina de agua salada; canchas de vóley y fútbol; una palestra y dos tirolesas para pasar el rato disfrutando de lo que más le guste a cada uno. También hay senderos en estado semi silvestre por donde se pueden realizar caminatas, hacer avistaje de aves e interpretación de flora y fauna.
“Sin lugar a dudas, la actividad número uno es la granja, que está dedicada a los chicos. Amasan pan, les hacen una visita guiada, pueden darle de comer a los animales, ordeñan y le dan la mamadera a los terneros. Los padres quedan muy agradecidos porque eso les da un poco de aire para disponer de su tiempo”, comenta Sigmund. Además, en la granja hay una pequeña producción de huevos caseros y con la leche de las vacas hacen quesos y dulce de leche que venden a los turistas.
Me gusta atender, charlar con los que vienen y orientarlos. Me llena de satisfacción ver gente contenta”, dice Sigmund.
Pero una de las cosas más atractivas de pasar un día de campo en Pequeña Holanda es el almuerzo. Su dueño cuenta que al principio quisieron dedicarse a una cocina típica holandesa, con guisos, sopas y purés, pero no hubo caso: “A los argentinos no les gusta esa comida y tuvimos que volcarnos a lo clásico: el asado”. Achuras y cortes de distintas carnes más una amplia variedad de verduras a la parrilla completan un menú que se sirve luego de un campeonato de sapo en el que los ganadores se llevan botellas de vino. Lo único que quedó del menú típico de los Países Bajos fueron algunos postres.
Se cobra una entrada general, de $110 los mayores y $80 los menores, que incluye el almuerzo (sin bebida) y varias de las actividades; otras hay que pagarlas aparte.
Cada fin de semana 500 personas visitan Pequeña Holanda. Según Sigmund, el público va buscando tranquilidad y de lo que más disfruta es de ese ambiente natural tan típico del delta. El anfitrión asegura que Pequeña Holanda superó sus expectativas en todo sentido y que la mayor satisfacción para él es cuando la gente vuelve. “Me gusta atender, charlar con los que vienen y orientarlos. Me llena de satisfacción ver gente contenta”.
Desde hace muchos años le había quedado algo pendiente: satisfacer los deseos de las personas que semana tras semana le preguntaban si podían quedarse a dormir. Algo que no era posible por carecer de infraestructura. Pero las obras ya comenzaron, y así como Sigmund se propuso hace tanto tiempo construir un pólder y una Holanda en miniatura y lo logró, ahora se embarcó en la idea de edificar una pequeña aldea con impronta holandesa. No quiere que ningún visitante se quede con las ganas de pasar una noche escuchando nada más que los sonidos de la naturaleza.