Casi sin querer, su hobby por coleccionar calculadoras lo llevó a encontrar un modo de vida y una motivación muy particular en el día a día, disfrutando la plenitud de la tercera edad. Qué mejor todavía si ese emprendimiento le es de gran ayuda en lo económico y, además, lo comparte con su mujer, tan apasionada como él.
Así de redondo le salió a Roberto Trillo (70) el hecho de empezar a recorrer tiendas de antigüedades, comprar y vender. Desde hace quince años tiene un anticuario en Belén de Escobar, en el que se pueden encontrar desde teléfonos y monedas de antaño hasta muebles, vajilla fina, lámparas, adornos y relojes cucú, entre más de 1.500 objetos.
“Como colecciono calculadoras antiguas, un amigo me dijo que en un remate había visto una. Fui y la compré. Pero, además, conocí un mundo que no sabía que existía. La llevé a mi señora y le encantó. Vivíamos en Villa Pueyrredón y empezamos a ir todos los jueves, fuimos comprando cosas muy lindas”, le cuenta a DIA 32 sobre los inicios de su pasión por buscar cosas que otros descartaban.
Ese placer que empezó a sentir por comprar, acumular y descubrir objetos hizo que al poco tiempo su departamento de tres ambientes en Capital no tuviera más capacidad para almacenar cosas, algo que indefectiblemente iba a suceder. “A los tres meses no podíamos caminar por la casa, pero no queríamos dejar de entrar a esos negocios. Es como el chico que va al kiosco y está lleno de caramelos y golosinas”, confiesa, haciendo una pintoresca comparación.
Tanto él como su esposa, Liliana Petino, empezaron a aprender sobre antigüedades, a tomarse en serio el oficio y a barajar firmemente la idea de abrir un comercio propio en un galpón que tenían en Belén de Escobar, sobre la calle Felipe Boero 418. Allí, años atrás Trillo producía cera desmoldante para la industria plástica, tarea que hacía en el barrio de Versalles pero que no pudo continuar por el fuerte olor que generaba.
“Llegué a Escobar de casualidad, a través de un aviso, porque buscaba un galpón barato, en cualquier lado. Fue en el año 2000. Esto parecía el lejano oeste, casi no había vecinos. La calle era de tierra, a quince cuadras del centro y el galpón estaba tapiado, literalmente, para que no lo usurpen. Tenía diez metros por siete, con piso de tierra y lo compré. Así empecé a venir”, repasa. En marzo de 2020, a causa de la pandemia de Covid, se radicó definitivamente en la ciudad, sobre la calle Antártida Argentina.
Un lugar con “historias”
El anticuario de Roberto Trillo abrió a fines de 2009. En su departamento de Villa Pueyrredón tenía los roperos llenos de calculadoras antiguas, no había más lugar y no podía comprar más nada. Entonces, él y su esposa decidieron guardarlas en el galpón que ya tenían en Escobar, que estaba vacío. “Un día dijimos, ‘levantemos la persiana a ver qué pasa’ y comenzó a venir gente. Como el domingo era el día que más se vendía, empezamos a abrir todos los domingos”.
Aunque no es una zona comercial, afirma que es apropiada para su rubro, ya que creció mucho por el desarrollo de la urbanización Distrito Boero, con edificio, el colegio preuniversitario y el polo judicial. El nombre del comercio es “De Ñaupa”, aludiendo a la expresión que refiere a algo que es de un tiempo muy lejano.
-¿Con cuántos objetos empezaron?
-Con 30, 40. Desembalábamos todo en la vereda y la gente se empezaba a juntar y a comprar cosas. Y dijimos, ‘qué bueno, vendemos’. No nos importaba, y así seguimos comprando y comprando.
-¿No te daba lástima vender las cosas que comprabas? ¿No te encariñabas?
-Al principio sí, pero después se te pasa. Lo lindo es comprar y después vender, sino no tenés espacio. Cuánto más tiempo tenés, más conocés el oficio. Por ejemplo, los platos no son todos iguales. No es lo mismo un Hartford que una losa francesa. La gente que entiende se los lleva, tuve varios juegos así.
-¿Qué es lo más vendido?
-La porcelana, la losa, los muebles antiguos, mesitas de luz, sillas, rinconeras, vitrinas, todo lo que son muebles chicos. El local es reducido, son 50 metros cuadrados, entonces no entran muebles grandes. No puedo tener un juego de comedor con 12 sillas, por ejemplo, o un juego de dormitorio.
-¿Cuáles son los objetos más preciados del local?
-Hay varios. Uno es un catalejo de 1800, de madera ahuecada, que fue usado por los piratas en los barcos. Tengo una cámara de fotos, que no está a la venta, que es una Daguerrotipo tipo 2, de 1820. La hizo el inventor de la máquina de fotos, que fue Louis Daguerre. Con una igual se le sacó la foto al general José de San Martín. Él estaba muy grande, con el bastón, y estuvo diez minutos sin moverse para que no se mueva mucho el diafragma, casi sin pestañear. Si no, la foto salía borrosa.
Una vez tuve una campana de un barco, que el capitán la cortó porque le habían cambiado el nombre y da mala suerte. Se la compré a un amigo anticuario, la traje y se la vendí a un loco que coleccionaba campanas. El tipo la vio, le encantó la historia y encima yo tenía la foto del barco con el primer nombre, que era el que tenía grabado la campana.
-¿Cuántos artículos hay en total a la venta?
-1586. Mi señora hacía sistemas y lleva la cuenta de todo. Muebles, campanitas, adornitos. Hay piezas realmente raras. Y eso es apasionante, es lo lindo de esto. Yo averiguo, no vendo un objeto y listo, salvo cosas comunes. Compro algo raro y me paso días y días sabiendo la historia. Además, tenemos una política: no compramos nada que no llevaríamos a nuestra casa.
-¿De dónde son tus clientes?
-La mitad son de Escobar, un 25% vienen por las redes y el otro es de paso. Gente que va para el río Paraná y que pasa por acá para evitar el tránsito. Como ponemos cosas en la vereda, es llamativo y paran.
-¿A qué se dedican el resto de la semana?
-A buscar tesoros (risas). Vamos a ventas de garaje y remates. Para nosotros es como para un nene ir a una juguetería, nos encanta. Y mucha gente viene acá a vendernos cosas. Lo lindo es que nosotros a veces vamos a casas y por ahí encontrás objetos a los que la gente no le da valor y sí lo tienen.
-¿Qué cosas encontraste en casas?
-En un galpón de una señora que nos llamó encontramos una bala de cañón tallada a mano. Empezamos a averiguar y es arte de posguerra. El soldado tenía que comer y lo único que tenía eran los sobrantes de la guerra. Entonces, el que sabía trabajar un poco el metal agarraba una vaina, le hacía una talla y la vendía para comprar comida.
En este caso había sido un soldado que sobrevivió a la Primera Guerra Mundial. La bala tenía cincelada una frase que decía: “Esta bomba de sangre humana fue encontrada por el soldado Giuseppe Levorato en 1914 en el campo de la batalla de Piave”. Era un objeto histórico, porque con esas balas lograron frenar el avance de los alemanes.
-¿Y cómo terminó la historia? ¿Qué pasó con la vaina?
-Se la compré a la mujer. La puse en venta bastante cara, porque me di cuenta que era una pieza muy importante, vino un señor, retirado de la Marina, y me dijo: “Esto no puede estar acá”. Me la compró y se la donó a un museo.
UNA AFICIÓN PARTICULAR
Loco por las calculadoras
Roberto Trillo tiene una pasión mayor que la compra y venta de objetos vintage: colecciona calculadoras antiguas. Lo hace desde hace 18 años y entre las que funcionan y las que sirven para sacar repuestos tiene más de 200, repartidas entre su casa, un depósito y el negocio.
“Tengo cosas muy raras, a cadena, a cremallera, a engranaje. Todo lo que hubo en la historia de la humanidad, lo tengo. Desde la primera que fabricó el hombre, que la hizo Blaise Pascal en 1641. Mi colección arranca ahí, tengo cinco ´pascalinas´, las que él hacía, la más nueva es de 1950 porque después se le pusieron motor. Todas en mi colección son mecánicas”, sostiene, entusiasmado.
Cuenta que para no ser egoísta y no mostrársela solo a su señora y a amigos, hace 15 años encontró la forma de que la viera más gente, haciendo exposiciones sin fines de lucro para escuelas secundarias. “Me llaman de todo el país. Es la única exposición de su tipo en América. En Israel hay un hombre que colecciona ábacos, pero es otra cosa”, señala, con total conocimiento del rubro.
Dice que siente felicidad por enseñar sus preciadas calculadoras y que los chicos conozcan la historia de cada una. “Cuando das algo, recibís más a cambio. Los alumnos me demuestran cariño, una vez uno me escribió que le hubiese gustado que sea su abuelo. Con cosas así se te terminan cayendo las lágrimas”, confiesa, orgulloso de su colección.