Por FLORENCIA ALVAREZ
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Antes de saber que tenía antepasados reales su nombre era, simplemente, Clara Ludueña. Pero cuando una amiga vidente le reveló que era heredera de cuatro coronas europeas y de la reina Isabel de Inglaterra, como si hubiera sido tocada por una varita mágica se convirtió en Su Alteza Condesa Clara Ludueña-von Oldenburg-Delmenhorst-und von Wildeshausen.
La transformación, empero, no sucedió de la noche a la mañana. Durante catorce años Clara buceó en su árbol genealógico, se contactó con profesionales, mandó cartas a reinas y príncipes y pasó incontables horas en bibliotecas estudiando cada vericueto del entronque familiar de su padre. Uniendo y desuniendo, atando cabos y sacando conclusiones. Así fue comprobando que, efectivamente, tenía sangre azul y no paró hasta conseguir lo que le pertenecía: el título de condesa.
En 2011 fue reconocida formalmente por un primo que vive en Santa Fe, un príncipe ruso de la Casa Real Rurikovich, descendiente del zar Iván el Terrible y cuya familia vive exiliada en Argentina desde la Segunda Guerra Mundial. Para respaldar sus dichos en la entrevista con DIA 32, muestra una certificación notarial que reconoce el título nobiliario y hasta estudios genéticos que demuestran su procedencia.
Cuestión de identidad
Clara nació y vivió toda su vida en Garín. “Era una nena muy lectora, curiosa, observadora y tranquila. La menor de tres hermanos”, cuenta. Y aclara que ella fue la única a la que le interesó conseguir el título y ser reconocida como noble.
De grande fue locutora, azafata de sepelios y ahora se gana la vida como docente, enseñando inglés en varias instituciones educativas.
Su padre había nacido en un lejano paraje de Santiago del Estero, algo que, señala, siempre le llamó la atención: “¿Por qué siendo de una provincia con mucha inmigración de árabes, sirios libaneses y tantos criollos e indígenas, mi padre era tan vikingo, tan sajón? Parecía alemán”.
Esas primeras sospechas se sumaron a los comentarios de su amiga y fueron las que en 1997 la llevaron a comenzar su exhaustiva investigación. Una vez descubiertos sus orígenes, lo tomó como un regalo que su padre le había dejado.
“Desde el punto de vista espiritual, esto fue la respuesta a mis oraciones. Pude entender que yo me lo merecía y por qué nací en la familia que nací. Por otra parte, yo no sabía que estaba tan unida a mi papá en cuanto al destino de vida”, reflexiona.
Honrar la tradición
Sin embargo, las casas reales de todo el mundo hoy no están bien vistas por el resto de la sociedad. No solo se les critica el gran despilfarro de dinero, las agendas cargadas de vida social y las bodas de novela, entre otras cosas, sino que nadie sabe muy bien qué función cumplen.
“Es cierto que no tienen peso político, pero sí tienen peso desde el punto de vista de la unidad, de la conciencia de un pueblo, son como un símbolo nacional, como la bandera o la escarapela. Un monarca está por encima de la reyerta política y es capaz de dialogar con todas las facciones sin tomar partido. Son garantía de unidad en un pueblo. Los países donde están vigentes funcionan de maravilla”, explica Clara.
Tener un título de condesa en Argentina es más bien algo anecdótico. Tampoco significa que la persona vaya a heredar o que tenga que cambiar sus hábitos a partir de ser reconocido como noble. Pero hay cosas que sí se asumen: “Al pertenecer a una casa real uno tiene que tener una vida intachable, mantener tradiciones, honrar a esa cultura y a los antepasados que hicieron posible que hoy exista Occidente tal como lo conocemos. Tengo antepasados ilustrísimos, ser depositaria de toda esa carga genética, genealógica y cultural es algo que a veces me abruma, es mucho para una sola persona”, sostiene Clara, la condesa de Garín.