Por MARCOS B. FEDERMAN
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Prometen el oro y el moro: atraer al ser amado en 7 horas, alejar malditas amantes, impermeabilizar contra las malas vibras, la envidia, la magia negra y el “peligro” umbanda. También dicen curar enfermedades y ser capaces de sanar espíritu y alma, tanto de vicios abstractos de la mente como de drogas reales que afectan la conducta y entumecen las ideas. Los “Indios Guachets” pululan por varios rincones de la ciudad, en pequeños sucuchos con aspecto clandestino donde sus clientes suelen no tardar en convertirse en víctimas.
“Calle Rivadavia, a metros de la estación, frente a la parada del Chevallier. En la puerta de al lado de la carnicería”, orienta una voz masculina de tono latino (pero no argentino) al hombre que, del otro lado de la línea telefónica, busca iniciar el camino de salida a las adicciones del tabaco y el alcohol.
Los plumíferos curanderos no entregan turnos, atienden por orden de llegada. Están ahí, en sus “consultorios”, esperando que caigan las presas. Sea el tema que sea, la consulta tiene el mismo precio: 70 pesos. Cuando Miguel llegó a la dirección indicada, una joven con su bebé en brazos esperaba en el hall. Era, aparentemente, analfabeta: no recordaba ni siquiera su fecha de nacimiento.
El ambiente luce lúgubre, algo sucio, con aires de remanentes de bazar del Once. Parece una sede de plaza Miserere. Un tipo está sentado en un escritorio, vestido con ropa barata que intenta aparentar calidad. El trato no es bueno. Más bien al contrario, la mirada esquiva y un humor de perros que corta cualquier atisbo de conversación amigable. Una computadora, un teléfono que suena poco, un atrapasueños gigante en el centro del salón, algunas plumas, arcos, flechas y fotocopias a color de personajes que parecen disfrazados más que auténticos indios.
La sala de espera cuenta también con un televisor encendido en algún canal estilo Infinito y una montaña de revistas viejas con un triste y pequeño tambor del Conurbano encima de ellas. Elementos de santería completan el paisaje.
Nombre, fecha de nacimiento y forma en que supo de ellos son las únicas tres preguntas que anteceden al cobro de los honorarios.
El recepcionista se molesta con las preguntas y responde a regañadientes, cortante.
– ¿De dónde vienen?
– De las sierras de México y (contradictoriamente también) del Distrito Federal (capital de antiguo imperio Azteca).
– ¿Hay Guachets en otros países?
– Nosotros vamos donde nos indican. Estamos en Colombia y más países latinoamericanos.
– ¿Son varios los brujos?
– Sí, a tí te toca Marshaan.
Tras la respuesta, se levanta abruptamente y sale al pasillo. Al rato viene acompañado de otro hombre, de mirada amenazante y vigilante. Ahora son cuatro ojos observando cada movimiento, como si se tratara del reducto del heredero de Bin Laden.
La hora de “la verdad”
Ya es el turno de Miguel. Entra y lo recibe una joven atractiva, que sabe mirar a su presa, en un vano intento por resultar convincente. Sin mediar palabra, tira las cartas y predice su futuro. Casi todas malas noticias: mal en el hogar, envidia a su alrededor, amigos traicioneros y un nivel de paranoia que se despierta y va en aumento. Nada le dice de los motivos por los que está allí: el pucho y la bebida.
Cuando termina la lectura de las cartas del miedo, Miguel le explica que su visita es por otro motivo. Que nunca quiso que le tiren las cartas. Lo único bueno que le habían anticipado los naipes era que pronto recibiría una fuerte suma de dinero. Eso lo tranquilizaría en caso de aceptar el tratamiento que le proponían: más de dos mil pesos curarían todos sus males físicos, gracias a ciertas hierbas que le traerían especialmente desde México, tierra santa de las curaciones.
Todo muy extraño, endeble, sin mucho sustento, analizó, para sí, Miguel. México es un país hermoso y su cultura milenaria está presente en cada esquina. En el Zócalo, la plaza central de la capital, hay brujos mucho más reales que estos. Allí hacen una limpieza con humos y plantas nativas sin la intervención de las cartas de truco. Un brujo poderoso, sabio y verdadero estaría sorprendido del negocio emprendido por estos expatriados que parasitan los bolsillos de personas caídas en desgracia.
Los otros clientes que pasaron esa tarde por el oscuro consultorio fueron hombres y mujeres en evidente estado de pobreza y desesperación. Trabajadores rurales y empleados explotados que buscaban la solución a sus miserables vidas en las manos de estos “indios” encerrados en un cubo de cemento frente a la terminal de Escobar. El sistema los tiene con poca plata y sin billetera, pero con muchos problemas. Seguramente fueron creyendo que por 70 pesos estarían aliviados de todos los males. Pero es al revés: aparecen otros nuevos y más desesperantes problemas allí, en la palabra incuestionable de las cartas, que “nunca mienten”.
La “bruja” Marshaan contradice a su empleado de la recepción y cuenta, con marcado acento mexicano, otra historia de origen. “Venimos de la Isla de Monos, en Catemaco, Veracruz. Si averiguás verás que allí es ‘Cuna de Brujos’ desde hace tiempo”, le señala a Miguel, que indaga con curiosidad. Es cierto que esa isla es conocida por la brujería y también por el negocio que algunos supieron hacer en torno a los supuestos superpoderes y conocimiento de plantas medicinales de los nativos. Sin embargo, no hay rastros de ninguna tribu o brujos llamados Guachets en esa zona del mundo. Sí tienen fuerte presencia en Escobar y en algunas ciudades del Uruguay, pero poco y nada se sabe de ellos en sus mexicanas tierras de origen.
Mientras tanto, en sus oficinas sobre la calle Rivadavia, la opción al terminar la consulta es clara: retirarse setenta pesos abajo y con más problemas que al principio, o volver con más billetes, de los lindos con la cara de Roca, para alimentar la esperanza de soluciones a las pesadillas plantadas en las inseguras mentes de quienes cayeron presas del miedo.
Miguel, por lo pronto, decidió desconfiar de los testimonios que los Guachets publican en sus avisos gráficos y animarse a tomar las riendas de su destino.