Todo esto era agua hace un tiempo. Ahora ya no está, pero los ciclos se repiten y en los años 80 va a volver”. Papá Novak lanzó el vaticinio ante Pablo, su hijo, cuando apenas era un niño y nadie creía en que algo semejante pudiera transformarse en realidad. El tiempo le terminó dando la razón a aquel fabricante de ladrillos: hoy Villa Epecuén, otrora pujante balneario bonaerense durante más de medio siglo, es un cementerio viviente tras años de estar sumergido bajo diez metros de agua.
Este pueblo del partido de Adolfo Alsina, ubicado en el límite con La Pampa, contaba con apenas 1.500 habitantes, aunque solía albergar a más de 20 mil visitantes en cada temporada veraniega. La laguna del mismo nombre era su carta de presentación: las propiedades del agua, con un nivel de sal similar al Mar Muerto, atraían a miles de personas que necesitaban curarse de ciertas dolencias o tan solo relajarse.
El lugar era pequeño, pero pintoresco. Fundado en 1921, el turismo lo había llevado a diseñar un espacio atractivo en el que se destacaban los balnearios con grandes piletas, el centro con todo tipo de negocios y algunos edificios históricos como el castillo de la francesa Ernestina María Allaire o el predio del matadero local, desarrollado por el arquitecto italiano Francisco Salomone (el mismo que diseñó el Palacio Municipal de Escobar).
La prosperidad acompañaba a Villa Epecuén a la par de las cada vez más frecuentes visitas que recibían los centros termales de la zona. Todos vivían por y para el turismo, aunque hubo un detalle que comenzó a repercutir en el futuro del pueblo.
[wppg_photo_slider id=»17″]
De repente, en los años 60 los lugareños comenzaron a notar que la laguna ya no tenía el cauce de otras épocas. La escasez de lluvias profundizó una sequía que atentaba contra la vida económica y comercial del pueblo, que se sustentaba casi íntegramente en las propiedades salinas de su agua.
Ante este panorama, en 1975 se construyó el “Canal de Ameghino”, una obra hidráulica que permitió que la laguna no se seque. Pero la falta de infraestructura complementaria y del necesario control por parte de las autoridades elevó exponencialmente su caudal. “Ya no queríamos más agua, pero era tarde”, reconoció años después Rubén Besagomil, vecino de la zona, al diario La Nación.
En 1978 se armó una defensa de muros para evitar que el agua llegue al pueblo. Sin embargo, siguió avanzando y la solución fue solo un parche: en la madrugada del domingo 10 de noviembre de 1985, tras copiosas precipitaciones, las paredes cedieron y Villa Epecuén pasó a ser historia.
“Nos quedamos sin plata, sin casa y sin trabajo. Fue algo muy difícil, que genera tristeza e impotencia porque se podría haber evitado”, reflexionó en 2010 Ricardo Zappia mientras recorría las ruinas de lo que alguna vez fue el hotel de su familia.
Con el paso del tiempo y las sequías el agua regresó a su cauce y hoy solo se ven las ruinas de aquella época dorada. “Siempre soñé con que se reconstruya, pero ya perdí las esperanzas”, reconoce con resignación Pablo Novak (85), quien 25 años después volvió a Villa Epecuén y es el único habitante de este pueblo fantasma.